Sevilla era un oasis el pasado sábado, con temperaturas apenas superiores a los veinte grados en pleno mes de junio. Ese mismo día, a más de 500 kilómetros de distancia, Isabel Díaz-Ayuso tomaba posesión de su cargo como presidenta de la Comunidad de Madrid. Pero poco parecía importar a los sevillanos. La ciudad olía mucho más a fútbol que a azahar e incienso. Y como mucho, la prensa recogía una polémica a propósito del alcalde de Cádiz, que ha retirado la placa de José María Pemán de la casa natal del escritor.

En las calles del centro, los aficionados de uno y otro equipo, España y Polonia, se cruzaban miradas. Una mezcla de indiferencia y altivez. Cada uno pasaba, con la camiseta, alguna cara pintada, banderas y cánticos varios, haciendo alarde de los suyos. En la puerta del Parque de María Luisa, un vendedor callejero sacaba la guasa a pasear: "¿Pero los polacos no eran los catalanes?", bromeaba.

Ese día, con una temperatura soportable y el fervor que ocasiona siempre el deporte nacional, decenas de aficionados se acercaron al hotel donde descansaba la selección española.

Es éste siempre un momento complicado para gestionar las expectativas. Uno llega con la intuición de que el ídolo en cuestión se acercará personalmente y nos dedicará unas palabras (trasladen esto a cualquier cantante de baladas y ahí estaba yo, en mis años mozos). Pero tarda poco en desinflamarse (que dirían ahora) el asunto. El tiempo pasa muy despacio, la paciencia empieza a agotarse y los niños (qué no haremos por ellos) empiezan a hacernos preguntas. ¿Cuándo salen?, ¿por qué tardan tanto?, ¿tienes algo de comer?

Y entonces salen uno a uno los jugadores, ocultos por la mascarilla, algunos irreconocibles porque sólo nos sabemos la mitad de sus nombres. Es una selección bastante discreta, sin pelámenes como los de Arturo Vidal ni brillos faciales como Cristiano Ronaldo. La diosa fortuna nos deleita con un uniforme en el que sólo destacan algunos detalles típicos del oficio. Por ejemplo, el imprescindible neceser, siempre de marca y siempre bien de logo, que es el símbolo de estatus del futbolista nuevo rico y algo hortera.

A un lado y a otro, se oyen los gritos de ánimo. Mayores y pequeños ensayan el consabido 'lololo' de después, cuando suene el himno sin letra que tenemos. A un lado y a otro, dos mujeres vestidas de flamenca y varios policías nacionales adornan la escena. Más patrio, imposible. Pero ellos no parecen enterarse de nada.

Saludan algunos con cierta timidez, pulgar en alto o alzando la mano como mucho. Entre ellos, los capitanes y el seleccionador, porque ya se saben la lección de otras veces. Otros ni miran.

Lo de Morata se entiende un poco, supongo. A nadie le gusta ser feo ni pobre y tampoco ser objeto de mofa nacional. Pasan de largo, mirando al frente, con la puerta del autobús como objeto de deseo. Mi miopía impide saber si alguno lleva los malditos auriculares puestos. Sonrío al recordar cómo los curas de la parroquia nos prohibían llevarlos en las excursiones porque había que socializar, porque tiene una ya una edad para éstas y otras batallitas.

Ninguno de los que acudieron a la salida de ese hotel, a esperar tras el cordón policial, durmió mal tras el desplante. Ni siquiera tras el empate con Polonia, teniendo en cuenta cómo estaban los bares de la plaza de la Encarnación a medianoche, tras el partido. Las colas para devorar pizzas y kebab confirmaban aquello de que las penas con pan son menos.

Una se imagina a los jugadores volviendo al hotel, cabizbajos, recibiendo quizá una ligera chapa de Luis Enrique. Esta vez sin que nadie les espere, sin ninguna mujer vestida de flamenca endulzando la desazón tras el resultado. Aunque quizá ninguno lo eche de menos.

Como echamos otros de menos ese mínimo de cortesía y educación, un buenos días o un gracias que se aprende desde mucho antes de convertirte en jugador de la selección española de fútbol. Bastaba eso o levantar la mano, supongo. Ésa que ahora sólo parece saber sujetar un neceser de marca.