El lema de Juan llevaba años siendo el mismo: “Siempre bien”. También era su respuesta a la entrada y a la salida del colegio de los niños. “¿Qué tal estás?”, preguntábamos. “Siempre bien”, decía. Y no necesitaba dar más explicaciones. De inmediato esbozaba una media sonrisa cuando madres locuaces como la que escribe empezaban a contarle su vida en esos minutos que pasan mientras que dicen el nombre de tu hijo y acaba saliendo en busca de la merienda que traes en el bolso. Una media sonrisa y a veces esa mirada que parecía decirte: “Qué cosas tienes”. O quizá era más bien: “Estás como una cabra”.

La primera vez que mantuve una conversación más larga con él fue en la terraza que hay junto al Museo de Ciencias Naturales. Ahí nos repartimos un buen puñado de padres, cuando no había restricciones, mientras las criaturas aprendían sobre dinosaurios y otras especies.

Fue ahí, entre botellín y botellín, cuando empecé a hablar con él y con Patricia. Una mujer aún más locuaz que yo, de las que viven a muchas más revoluciones que el resto. Recuerdo la cara que nos quedó cuando, nada más empezar a hablar de política, yo confesé que con Albert Rivera tenía “diferencias irreconciliables”, como en los divorcios de Hollywood. “¡Oye, que es el que yo he votado!”, respondió. Y nos partimos de la risa. Mientras Juan nos miraba, a su mujer y a mí, con cara de no dar crédito.

Desde que nos conocimos le hicimos de forma habitual uno de los gags que tenemos ensayado en casa. Ése de que, superados los 40 años, un hombre con pelo y sin tripa pasa de inmediato a la categoría de ídolo. Y soltaba una carcajada: “Eso es verdad, de pelo no me puedo quejar”. Un hombre educado, exquisito, capaz de bajarte la tensión arterial con un par de frases. Por él parecía que no pasaba el tiempo, porque aparentaba menos años de los que tenía. De esos que parece que nunca van con prisa, de esos que disponen de todos los minutos necesarios para escucharte.

Hace cuatro domingos, a media tarde, me llamó Patricia. En menos de un minuto lo soltó todo. “Juan tiene Covid y está en el hospital, pero es que también tiene leucemia”. Esta última palabra la dijo entrecortada, en voz mucho más baja, para que no le escucharan los niños. Me encerré en la cocina con la luz apagada para hablar con ella. O más bien para escucharla. De las pocas veces que alguien ha conseguido enmudecerme.

Hay cosas de esos 16 minutos y 23 segundos de conversación que no recuerdo. Sí me acuerdo perfectamente de su discurso, atropellado y abrumado, también su miedo. Aunque el pronóstico no parecía tan grave porque no estaba en la UCI. Perfectamente consciente, haciendo bromas, quitándole importancia a todo. “Ya sabes cómo es Juan. Siempre bien”, me dijo Patricia.

El ánimo fue oscilando durante los siguientes días. Intercambié con él un mensaje, muchos más con ella. Hasta que un sábado por la noche el maldito bicho se le hizo fuerte. Una trombosis, y otra, y otra, aprovechándose de las defensas esquilmadas por culpa de la leucemia para campar a sus anchas.

Patricia optó desde ese momento por mandar audios de whatsapp larguísimos para actualizar información. Uno me pilló caminando hacia una entrevista. Patricia reía y lloraba a la vez. Yo solo podía llorar, de pena y de impotencia por no poder ayudarla. Por no poder salir corriendo a llevarle una botella de vino o unas lentejas. Por no poderme traer a sus hijos a casa, compañeros de clase de los míos.

El 11 de noviembre, el mismo día que mi suegra cumplió 82 años, Juan falleció. Veinticuatro horas después su mujer hizo un responso en la capilla del tanatorio de San Isidro. Un tanatorio tan aséptico como todos al que la pandemia no le ha dado precisamente un aire más acogedor.

Allí, mientras un señor apuntaba en la puerta el nombre del fallecido al que íbamos a despedir, Patricia se armó de valor, con un vestido azul añil casi a juego con sus ojos. Se recogió el pelo, se soltó la mascarilla, y leyó las cartas que sus hijos escribieron a su padre. También leyó la suya, con algo más de dificultad.

Entonces nos pidió que dijéramos algo, mientras el féretro de Juan y una corona gigante de flores rojas lo acompañaban. Enmudecí por segunda vez. Me llevé las manos a la cabeza porque la distancia social me impedía dárselas a ningún vecino de asiento.

Patricia se levantó, dio las gracias por venir y mostró que su cuerpo es la misma fábrica de adrenalina en la que nos transformamos cuando perdemos a alguien. Anunció a los presentes, de manera exultante, que “cuando todo esto acabe” hará una fiesta. Por Juan. Porque es lo que se merece. Porque ya podremos abrazarnos, dar la mano a quien queramos, prestar el hombro, cantar a gritos si es necesario.

Sólo en la Comunidad de Madrid fallecieron ese 11 de noviembre 25 personas. Fueron 25 salas de tanatorio, quizá 25 responsos. Sin abrazos y sin consuelo. Viejos, jóvenes, con o sin patologías previas.

Serán demasiadas cenas de Nochebuena con un sitio libre en la mesa. Haremos de tripas corazón, Juan. Ya sabes, siempre bien.