Toda esa gente que ven ahí somos nosotros. Usted y yo, sin ir más lejos. Echados a las calles, con mascarilla en lugar de gorro con cuernos de reno, con gel hidroalcohólico en vez de bote de espuma con el que hacer la gracia de turno. Dispuestos a consumir, la cartera y la vida, por si nos encierran de nuevo. Y mientras, que nos quiten lo bailao. Ningún político nos va a decir qué hacer con nuestro tiempo. Por ahora.

Es curiosa la tendencia que tenemos los seres humanos a juntarnos. Nacimos para socializarnos, dicen. Quizá no tanto. Y cada año, en determinadas fechas, nos da por aglomerarnos.

Vamos todos a lo mismo. A pasear, a ver las luces, a sentir el frío en la cara, a gastar en cosas inútiles, también en regalos para gente a la que vemos muy pocos días al año, para gente a la que vemos demasiados días al año. Caminamos entre los puestos, el ruido, los niños que se despistan, los que rabian cuando se les antoja algún capricho y el deseo no es inmediatamente concedido.

Nuestros gestos delatan el hastío. Por ese trabajo por el que nunca nos pagan suficiente, por ese madrugón diario, por la ingratitud en la que uno se sumerge de lleno cuando tiene hijos, por esa pareja de la que estamos hartos, por esa pareja que nunca llega, por este gobierno (el que sea), que nunca nos tiene en cuenta.

También los hay que se besan mientras se hacen una foto, posan en medio del gentío como si el mundo les importara un bledo. Benditos sean. Pero qué pocos son.

En verano pasa algo muy parecido, sólo que con mucha menos ropa encima.

En nuestra cabeza se mezclan numerosos mensajes, casi todos contradictorios. Demasiados conceptos juntos y abstractos. Responsabilidad individual. Sentido común. Pronunciados por políticos que mantienen con los ciudadanos una irritante actitud de tira y afloja.

Incapaces de tomar decisiones, aunque duelan. Carentes de liderazgo y sobrados de actitud paternalista. Como si su miedo sólo fuera por el sentido de nuestro voto. Como si la salud no estuviera de por medio.

"Salga usted sólo lo imprescindible, que la ola se nos puede desbocar en cualquier momento y con ella los hospitales y las urgencias", nos dicen. Pero quién demonios sabe qué es lo imprescindible.

Para Florencio, un vecino que ronda las nueve décadas y vive en la zona madrileña de Legazpi, lo imprescindible es la visita diaria al bar a tomarse su descafeinado con leche mientras sus colegas de mesa, un par de décadas más jóvenes, le dan a la cerveza y le toman el pelo, aprovechándose de su despiste y de su sordera.

También nos piden que salgamos sin miedo a apoyar al comercio y a la hostelería. El sábado, a la hora del aperitivo, no cabía un alfiler en las terrazas de la zona peatonal del centro de Getafe, y el tren de Cercanías iba y venía repleto de muchachas en plena edad del pavo cargadas de bolsas de ropa con un altísimo porcentaje de poliéster y fabricadas en Asia. En mi pueblo, como les cuento, hacemos siempre caso a las autoridades. Llenamos las calles y vaciamos las casas.

El domingo del puente de la Constitución, el centro comercial Parquesur, en Leganés, era un hervidero de gente. Las flechas que indicaban la dirección de los viandantes eran poco atendidas. Un sitio cerrado, repleto de gente comiendo, dando voces, corriendo de un lado para otro a las tres de la tarde como si el mundo fuera a acabarse pasados unos minutos. Sí, no estuvo bien que yo fuera una de esas personas. Por eso no puedo ir dando lecciones.

Es curioso, decíamos, lo que nos gusta aglomerarnos. También lo incoherentes que somos cuando toca. En vez de celebrar que este año, con la excusa de la pandemia, podrás librarte del plasta de turno que te da la turra en Nochebuena, hacemos oídos sordos a las recomendaciones de los que saben de esto. "Yo a mis abuelos les pienso ver", me dice Rebeca, mientras con la brocha repleta de tinte se enfrenta a mis canas.

Rebeca vive en Fuenlabrada y tiene a la familia repartida por un par de pueblos de la provincia de Toledo. Se reúne con ellos cada fin de semana y no está dispuesta a que eso cambie cuando en la mesa haya centollo en vez de pizza. "Es que no puedo", dice. Como si una fuerza centrípeta la empujara a verlos. También será el amor. Me callo por cobardía y por miedo a contradecirla cuando tiene todo el poder del tinte en sus manos.

Leo el repunte de casos en Estados Unidos tras la celebración del Día de Acción de Gracias. Me reconforta pensar que hago lo correcto siguiendo el modelo italiano y cenando el día 24 de diciembre con mis convivientes. Pero también entiendo a Rebeca. Y la envidio. Ojalá otra primera Navidad estrenando orfandad.