Ese día habíamos quedado en Tapachula, una ciudad mexicana situada en la costa sur del estado de Chiapas. Está muy cerca de la frontera con Guatemala. Por allí pasan medio millón de migrantes al año. Muchas son mujeres, niñas. La ONG Médicos del Mundo había cerrado una entrevista con una familia centroamericana, pero el miedo, al final, les hizo echarse atrás y, sin tiempo para reaccionar, apareció ELLA. Tuvimos que trasladarnos unos kilómetros, pero su historia merecía la pena.

Cuando llegamos a su casa, el lugar que Fray Matías le había conseguido para refugiarse, estaba allí con su nieto, y tres de sus hijos, dos mujeres y un varón. Apenas llevaba un mes en México. Su marido acababa de encontrar trabajo, unas horas, pero algo es algo. A mí ya me habían avanzado parte de su historia. Complicada, por no decir inhumana. Son vivencias tan duras que no sabes por dónde empezar, aunque esta vez no hizo falta.

Colocamos dos sillas, frente a frente, encendimos la cámara y se abrió en canal. Durante cerca de hora y media no dejó de hablar, ni de llorar. Y era esa manera de contar, de compartir con nosotros su angustia, sus recuerdos. En su memoria no faltaba detalle. Supongo que cuando te matan a un hijo en la calle, a traición, y ves cómo se desangra, y cómo te impiden arrastrar el cadáver hasta un sitio seguro, y cómo hasta tus vecinos te dicen que no hables o la Policía llega horas más tarde para no arriesgarse a ver la cara de los asesinos, supongo que la huella de ese día impregna para siempre tu alma. Y lo recuerdas como si hubiera sido ayer, con todos sus matices. Recordarlo se convierte en una necesidad.

Se llamaba, Juan Antonio, tenía 17 años, y estaba a punto de cumplir 18. Una mala edad en El Salvador. Las maras -las pandillas- buscan adeptos y, muchas veces, lo hacen a la fuerza. Se colocan en la puerta de los institutos para rastrear a sus víctimas. Decir que no es firmar tu sentencia de muerte y él la firmó.

No hubo denuncia. Si has nacido en El Salvador y tienes pocos recursos, sabes que eso es lo mejor. Sacrificar a un hijo por los otros siete que te quedan con vida. No hay nada que pensar. Seguir como si nada hubiera sucedido -aunque como madre te hayas muerto por dentro- y esperar que la vida, ahora sí, esté de tu parte. Pero eso no siempre ocurre: tardaron dos años, pero volvieron a por el resto de sus hijos.

Se llamaba Franki y trabajaba con su padre, de cobrador en los autobuses. Un día un grupo de pandilleros decidieron declararle la guerra al transporte público y, allí mismo, en unas escaleras, Franki fue ejecutado. Fue el lugar y el momento, nada más. Para María significó otro hijo muerto, éste con 22 años. Sacrificar a dos hijos por los otros seis que te quedan con vida. Y de nuevo, no hay nada que pensar. Sólo guardar silencio y rezar.

En esos países cuesta ser madre, cuesta vivir, a veces, hasta respirar. Con dos hijos muertos, su marido empezó a pensar en huir, pero María estaba aterrada. Supongo que se sentía vulnerable, indefensa. Atrapada en su propia vida y sabedora de que algo tenía que cambiar, pero sin fuerza para dar un sólo paso. Hasta que llegó su ángel.

Cuando era joven sus padres se separaron. Ella permaneció en El Salvador junto a su madre. Su hermano viajó hasta México con su padre. Perdieron el contacto. Muchas veces había intentado dar con él sin éxito. Tras la muerte de sus dos hijos, él apareció. Quería llevárselos a toda costa, sacarlos de aquel infierno. Le costó dos meses convencerles pero aquella familia ya estaba marcada. Una cruz invisible en la puerta de tu casa que permite entrar a la barbarie.

Una noche, los mismos pandilleros que mataron a sus dos hijos fueron a buscar a su hermano. A rastras lo llevaron colina abajo y entre todos lo mataron a palos. Cuando María llegaba a su casa, ellos todavía estaban allí. Un joven, de apenas 20 años, al verla llegar con su hija, emitió un silbido: un aviso al resto. Levantó su pistola, la colocó en la cabeza de su hija y apretó el gatillo. Pero no funcionó.

Cuando María llegó hasta donde habían apaleado a su hermano, él todavía seguía con vida. No podía hablar, la sangre le ahogaba. Con su mirada intentó avisar a su hermana y, de repente, ella sintió algo en su sien. Aquellos chavales, aquellos asesinos todavía seguían allí y querían que se respetara su macabro ritual.

Cuando una mara mata a alguien, la propia mara se convierte en dueña de su cuerpo. A veces lo entierran para que nadie pueda encontrarlo. Las familias llegan a pasar toda una vida buscando a sus hijos o hermanos desaparecidos. Otras veces lo dejan tirado en la calle y allí debe permanecer. Hasta que se pudra.

Pero ella no se iba a mover de allí. Era su hermano, al que no había visto en décadas, el que había venido a salvarla, el que ahora yacía a sus pies, con la cabeza reventada. Y esta vez, sí miró de frente a sus asesinos. Reconoció su rostro. El miedo se le había agotado. Aunque se jugara la vida, nadie le iba a impedir enterrar a su hermano. Aquella misma noche salieron de El Salvador para hacerse invisibles.

Apagamos la cámara. A veces te preguntas si el esfuerzo de esta mujer por contar su historia, de hacerla pública, sirve para algo. Un fugaz instante en televisión en medio de la barahúnda.

...Y es esa manera de mirarte. De estar convencida de que no nos ha tocado vivir el mismo mundo, ellas sobreviven día a día, nosotros sólo vivimos y, a veces, ni siquiera conseguimos ser felices.