Cuentan que en la Antigua Grecia el Rey Creso fue a preguntar al oráculo de Delfos sobre cuál era el saber más importante y la respuesta fue: "Conócete a ti mismo". Casi nada.

La pregunta sería, si es eso posible, si puede uno llegar a conocerse a sí mismo y si, además, es posible conocerse a uno sin los demás. ¿Podemos saber quiénes somos si solo leemos aquello con lo que estamos de acuerdo? ¿Podemos saberlo si nunca nos ponemos en riesgo? ¿Si siempre decidimos abortar misión cada vez que aparece un conflicto? La respuesta no parece tan sencilla: no existe un manual para conocerse a uno mismo y sin la mirada del otro (sin el reconocimiento) es imposible existir.

Decía la cineasta Lucrecia Martel que frente a esa exigencia de "no morirse sin saber quién eres" ella apostaba por todo lo contrario, porque era necesario "no morirse creyendo ser algo o alguien". Esto resulta además de lúcido ciertamente liberador. Dejar de intentar conocerse a uno mismo, en esa Olimpiada del Yo, en esa afirmación constante, en esa aniquilación del otro para configurar un nosotros, se hace casi una necesidad en este imperio del saber quién eres y, por ende, qué quieres.

¿Qué pasa si no sé quién soy? Si siempre me estoy conociendo, si a veces me sorprendo, si actúo de manera contradictoria, si deseo algo pero hago otra cosa, qué sucede si no lo tengo claro, si no sé a qué me quiero dedicar, qué me gusta, en qué soy bueno. Desde siempre tenemos que saberlo, se nos obliga a ello, a elegir ciencias o letras, si se te da "bien" algo, entonces es que "eres" ese algo y si no lo acabas siendo es un desperdicio, un fracaso, una pena. Además tenemos que saberlo desde muy pronto, ha de ser algo vocacional, inmutable, reconocible por los demás, que quepa en un sitio diáfano que proporcione seguridad y certeza al que mira, si es guapa, modelo, si es lista, para medicina, lugares estancos en los que no se moleste mucho, porque es lo que se espera, lo que nos corresponde.

En este mundo, por cierto cada vez más estricto con lo que "tiene que ser", se hace necesario reivindicar un espacio para el "podría ser", un lugar para el no saber, para la duda, para incluso, qué sacrilegio, cambiar de idea. Frente a este relato omnisciente sobre uno mismo luchemos por morirnos sin ser algo o alguien. Desconociendo este abrupto y enramado lugar del no ser que es la vida.