Entre el ruido y la furia de estos días en Ferraz no han parado de escucharse los gritos (una y otra vez) de maricón y puta como insulto. Una intención de agravio que no es para nada casual, porque no son palabras elegidas de manera aleatoria fruto de un enfado, no son accidentes, no es sino que responden a una forma de ordenar el mundo y a una manera muy concreta de construir la realidad.

Esta realidad no es otra en la que se se hacen a sí mismos los hombres y las mujeres 'de verdad': usando a los maricas y a las putas para trazar la frontera infranqueable entre lo masculino y lo femenino. Para los hombres la linde, lo que no pueden cruzar, será la presunción y ejercicio de la heterosexualidad y para las mujeres, lo que marcará la frontera, será el sexo.

En los hombres lo que se tenga que defender públicamente será la hombría y en las mujeres lo que estará en juego siempre será su reputación. No hace falta ni siquiera 'ser' eso que se dice que 'eres', eso que te gritan en el patio del colegio, en Twitter o en Ferraz: basta con parecerlo o con no parecer lo que deberías 'ser'.

Basta con ser un hombre y que no te guste el fútbol, o que te guste leer, para que te llamen maricón, basta con ser una mujer y que te crezcan las tetas en verano, o tener los labios gruesos para que te llamen puta, para que alguien escriba en la puerta del baño que la chupas muy bien. Basta con que seas hombre y tu voz sea femenina o que haya algo en ti que 'no debería estar ahí', que sea abyecto, basta con que seas mujer y parezca que te gusta follar, fíjate tú, para pasar a formar parte de los (no) hombres y las (no) mujeres.

A esta deshumanización del otro para humanizar a aquello que forma parte de la norma, de 'lo natural' y de lo anhelado, contribuimos todos los seres humanos, participamos colectivamente mediante castigos, amenazas o avisos, también mediante expectativas. Al llamar maricón al chico que no se le pone dura contigo antes de asumir que quizás no le gustes tú o al decir que las trabajadoras sexuales 'son fregonas' lo que se hace es seguir perpetuando un imaginario que es el que luego se reproduce en consignas y cánticos.

De aquellos barros, estos lodos. Lo que se corea para intentar desprestigiar a un hombre o a una mujer, esas piedras, las hacemos en común, les damos su poder de manera colectiva. Cuando nos gritan maricones y putas lo que hacen es intentar atacar nuestra dignidad de hombres y mujeres para restituir la suya.

Nos convierten en alteridad indigna para reforzar sus frágiles lugares en el mundo. Porque no nos engañemos, tampoco los gritan las tienen todas consigo, de hecho, gritan porque no las tienen todas consigo, porque se mueren de miedo. Frente a todo esto, frente a hombrías y dignidades impuestas, nuestra forma de resistencia es siempre la amistad. Esa alianza entre putas y mari-cas (los que lo somos de verdad o los que lo simplemente lo parecen), esa unión entre las excusas que otros se dan para pensar que hay algo mejor o más cierto en ellos.

Frente a esa barbarie de la norma solo nos queda la belleza de nuestros deseos, del negarnos a ser indeseables y, que al hacerlo, el mundo se alongue hacia las flores y el insulto se convierta en ridícula y muda cáscara.