Poco antes de que comenzara todo esto, compramos una litera y H y M empezaron a dormir juntos. H cumplió tres años a finales de enero y dejó de dormir en nuestra habitación para hacerlo con su hermano. La cama de M, que era heredada y chiquitita, ya le quedaba justa y nos hicimos con unas camas tremendas que ya les deberían durar hasta que vayan a la universidad, más o menos. La chiquitita se desmontó, pero no la sacamos de casa. El colchón quedó entre la litera y la pared. Un estorbo. Hasta que llegó la cuarentena.

Es muy difícil mantener a dos niños encerrados en casa tanto tiempo. Ya vamos camino de tres semanas y hemos relajado todo lo suficiente para mantenerlos lo mejor posible. No lo están.

Especialmente M, de cinco años, que ya entiende muchas cosas y está sufriendo a la manera en que lo hacen los críos. No os daré detalles, pero seguro que los que tenéis hijos habéis visto comportamientos en ellos que no son habituales y que son señales de alarma. Así que, en la medida de lo posible, tratando de equilibrar lo más que se puede la salud mental de todos los que estamos confinados en esta casa, estamos abriendo la mano. Por ejemplo, a saltar. En todas partes. Pero a los pocos días empezar esto, H se estampó desde nuestra cama en el suelo ("¡Se me sale el cerebro!", decía el nada melodramático hijo pequeño) y la verdad es que no sabíamos cómo arreglar el dilema de que los críos saltaran sin perder masa encefálica. Y entonces, apareció el colchón.

Fue la primera cama de su primo R y la de M, con un breve paso por su prima Mic. Era de la peli 'Cars', que lo cierto es que a mi sobrino y ahijado le flipaba pero a M ni le va ni le viene, pero así es lo de heredar cosas: a no ser que seas descendiente de la Duquesa de Alba, casi toda herencia es decepcionante. M se fue a dormir solo sin ningún trauma, cuando H era ya un proyecto en la barriga de su madre. Cambiarla, como todo paso que nos hace ver que nuestros hijos crecen, nos conllevó una lagrimita. Nuestra vaguería y una vida con demasiadas cosas que dejar para luego hizo que no saliera de casa cuando debía. Quién podía imaginar en lo que se ha convertido, de repente, ese colchón.

Es, literalmente, el centro de diversión. Cuando ya hemos hecho manualidades, cocinado, pegado cromos, jugado al parchís, visto la tele en inglés y en español, cuando hemos hecho yoga y fitboxing, todo ello para entretenerlos, sacamos el colchón. Es su momento de juego libre y de desbarre general. M lo llama "el parque de atracciones" y sube un extremo a la cama de abajo para hacer con él un tobogán. Saltan. Se dan porrazos. Hacen una especie de pressing catch que prefiero no mirar. Es bastante posible que su momento más feliz como niños en este confinamiento que están sufriendo como nadie sea encima de ese cochambroso colchón.

Ahora aquí tendría que venir un bonito cierre hablando de cómo debemos apreciar las pequeñas cosas y de lo guays que son mis hijos, que están llevando esto mejor que yo. Pero no. Lo cierto es que estamos hasta los cojones de esto y que nos tenemos que aguantar porque nos quedan muchas semanas de encierro. Yo solo aspiro a poder sacarlos media hora de casa a campo abierto sin que toquen nada, a que vean el sol y a que les dé el aire, para que dejen de sufrir. Y, ya de paso, tirar a tomar por saco el pequeño colchón, porque no nos haga falta.