Hace demasiados días salí de casa por última vez. Compré chucherías. Soy un talibán del azúcar y los niños, de manera que en mi casa jamás hay chuches. Pero se las quise llevar porque me sentí culpable de tenerles encerrados durante, quién sabe, un mes. Luego me sentí culpable porque les voy a envenenar dándoselas para calmar mi conciencia. Ahora me siento culpable porque el subidón de azúcar que les pega comerlas, como no están acostumbrados, hace que haya que atarlos con cuerda para que se vayan a dormir.

Me preocupan las consecuencias psicológicas que va a desatar en mí, en mi familia y en el resto de la gente este encierro. Vamos a vivir rodeados de noticias de muerte, catástrofe económica y tensión política durante demasiado tiempo sin escapatoria ninguna. Ni física ni mental. Es una puta distopía que si nos la cuentan en navidades, nos reímos. Estos mini bucles, como el mío con el azúcar, son una cosa constante. Un repensamiento permanente de cómo soy y cómo reacciono.

Por ejemplo: si a mí hace unos años me dicen qué música querría para un encierro, seguro que hubiera dicho algo alegre. Hoy, después de que el pequeño ayer se estampara de cabeza desde la cama y otras peripecias que ya iré contando, y tras una mañana dura en la que mi nueva vida, en la que soy el muchacho que trabaja de animación en un crucero, todo el santo día inventando tonterías para entretener a mi público de dos micos de 3 y 5 años (H y M se llaman), hoy, decía, estaba cocinando y me he puesto a Sufjan Stevens. La alegría de la huerta, el muchacho. Y me ha relajado. Mucho. Porque estoy en una permanente y jodida tensión. Y les he dicho a H y M: "Escuchad, niños, que esta música tranquiliza". M me ha dicho que sí. H, el que se estampó ayer, se ha tumbado en el suelo y (literal) ha fingido roncar y ha dicho: "Esta música me duerme, papá". Y se ha levantado y ha echado a correr.

Los hijos te provocan la mayor ternura y el más incontrolable nerviosismo a la vez. Son como si un Oso Amoroso tuviera la voz de Eduardo Inda. Son un condimento de amor, alegría, tensión y preocupación que no para nunca. Eso sin pasar por alto que como a ellos no se quiere igual ni más. De manera que tenerlos en casa, mientras piensas en ese amigo tuyo que han despedido, en tu madre confinada en una residencia desde hace 10 días, en cómo coño va a abrir el restaurante en el que puso todo lo que tenía ese conocido o en el sufrimiento y la muerte que va a provocar todo esto, puede ser un cóctel brutal. La gente me pregunta que qué tal y les respondo que en tres semanas se lo digo.

Sinceramente, no sé cómo vamos a salir de esta. Ni yo, ni mi familia, ni mi país, ni este sistema. Es una situación que verdaderamente me agobia, porque es imposible abstraerse y porque no estábamos preparados: reviso y no encuentro ninguna situación de estrés común que haya vivido yo, ni siquiera ninguna cercana. Pero existir es enlazar esperanzas y allá al fondo, en el horizonte, suena una canción de Sufjan Stevens que me da paz, la imagen se vuelve de ensueño, con la luz sobreexpuesta como cuando en el cine el prota imagina cosas felices, y ahí estoy yo, ufano, dejando a los niños otra vez en el colegio. Llegará. Y eso me da fuerza. Y sé, padres y madres, que vosotros me comprendéis.