El Savoy ya no es lo que era. Después de varios traspasos permanece cerrado, igual a un molusco que no se deja meter navaja. En lo que fue su puerta giratoria han levantado una tapia donde los borrachos dan rienda suelta a su creatividad haciendo circulitos cuando mean.

El viejo Al siempre supo que el exceso de alcohol es todo lo que necesita un hombre para cambiar de criterio sin necesidad de razonar. Tal vez por eso mismo, hasta los hombres más razonables, cuando no pueden más, desatan la vejiga con criterio artístico. Todo un ejemplo de que arte y raciocinio son cosas opuestas.

El otro día hizo media docena de años que el viejo Al se marchó para siempre. Su recuerdo sigue tan fresco como uno de esos mejillones con pelos que transportan los barcos de su tierra para disimular la verdadera carga; tabaco de batea que el viejo Al fumaba como si el humo fuese capaz de convertir una máquina de escribir en una ametralladora Thompson.

No hay momento en el que me ponga a escribir y no pretenda imitarlo. Le copié el gesto, sujetando el humo con el cigarrillo ajustado a la boca y la mano ocupada en empuñar un vaso cargado de güisqui. Pero eso no basta para pescar metáforas al vuelo como las del viejo Al. Para ello se necesitan muchas vidas, mientras que para orinar como los borrachos, no tanto. Tan sólo dedicar muchos de mis mejores esfuerzos a destruir el hígado y luego apuntar con empeño, como si entre las manos tuviese una regadera.

Porque hay una brillante e incontrolable malformación de la inteligencia en cada borrachera del que sabe beber, pues siempre acaba destilando un chorro de espumosa orina sobre algún muro. Por el contrario, el que no sabe beber acaba tirado junto al muro y con la nuca humedecida por los orines del prójimo, como les pasa a los borrachos que aparecen cada madrugada arrebujados al calor de la tapia que han levantado en lo del Savoy.

Son días en los que me pregunto qué diría el viejo Al ante estas cosas. Tal vez hubiese buscado señales sutiles en la olorosa rubrica que apesta a excreción de trimetilamina. Lo imagino igual a un forense que hace el informe al detalle, mientras descubre que la última meada ha sido la de un tipo que fue capaz de mear sin sacar las manos de los bolsillos. "Lo hizo así por recelo, no fuesen a descubrir que tiene una mano más grande que la otra, ya me entiendes, muchacho", me diría el viejo Al, antes de despedirse de madrugada para cruzar al otro lado de la calle, ahí donde funcionaba a deshora uno de esos locales nocturnos en los que sólo le buscaría alguien que, por algún motivo, temiese encontrarle.

Reconozco que su prosa me produjo un impacto considerable y que, durante algún tiempo, hube de esforzarme para que su estilo invadiese el mío. Su influencia se hizo tan necesaria que, antes de que se marchase para siempre, así se lo hice saber. Fue la última noche que nos vimos en el Savoy, bajo el enorme reloj cuyas agujas tenían telarañas calcetadas como saliva. "Mira, muchacho, para escribir como yo, hay que tener cierta experiencia". Después de soltarme esto, el viejo Al hizo una pausa, pegó una calada a su cigarrillo y, tras dispararme el humo, siguió confesando que lo malo de la experiencia es que se adquiere cuando ya no se necesita, es decir, cuando uno está bajo tierra y sobre tu lapida se escurren las meadas de algún perro sin dueño.

Desde que el viejo Al picó billete, el Savoy ya no es lo que fue. Yo tampoco.