Si no fuese verdad, el asunto hasta daría risa. Me refiero al tema de las mascarillas. Comisionistas, pelotazos, caraduras y esa rara afición que tiene nuestra política institucional de dar cuartelillo a mafiosos del alterne que justifican su randa por aquello de "si yo no lo hago, otro lo hará". Sálvese quien pueda como consigna. Y el que venga detrás que arreé.

Lo del tema de las mascarillas nos remite a las películas de Berlanga pero al natural, es decir, sin trucajes cinematográficos. La realidad superándose a sí misma. Mientras veíamos pasar cadáveres y nuestras mujeres se entregaban a la confección de mascarillas, una caterva de listillos se hacían el trapi, aprovechándose de nuestra necesidad y de sus contactos. No me digan que no es para rilarse por la pata abajo. Hasta la llegada de la pandemia habían jugado con nuestro pan. Pero con la pandemia, además de con nuestro pan, estos pícaros sin gracia han jugado con nuestra salud.

En una de las últimas novelas de Manuel Vicent, la titulada La regata (Alfaguara), el autor mediterráneo retrata muy bien a este tipo de gente desde las primeras páginas, cuando un tal Pepe California ronea de yate ante su último ligue y dice "este hermoso cacharro se lo debo a la primera guerra del Golfo". Por lo visto, lo que ha sucedido con la venta de mascarillas durante la pandemia no es algo original. Siempre hubo gente así, capaz de brillar a partir de las miserias del prójimo, sobre todo en este país tan carpetovetónico donde el chorizo y la morcilla han formado parte de la dieta y nuestros gobernantes se han chupado los dedos con ella. Tras haberse embutido en la tripas del dinero y de la grosería, picotean la zorza. Son insaciables.

Pero volvamos a la novela de Manuel Vicent, porque hay un momento, casi al final, que otro de los personajes asiste a su propio funeral en una iglesia vacía de gente. Después de escuchar la misa en latín, el cura se acerca a darle el pésame; lo confunde con un familiar del difunto. Manuel Vicent se gasta un humor negro que a ratos recuerda al de su amigo Rafael Azcona. Esa es una de sus bazas; la otra es la luz con la que ilumina sus historias, como la que hoy nos trae aquí; una novela de yates y nuevos ricos donde la imagen del hombre que asiste a su propio funeral nos recuerda a José Luis Ábalos, el que fuera ministro y al que hoy nadie quiere acercarse no sea que se contamine de mal fario.

Ya no hay gorrazos ni fotos a su lado, ahora todo el mundo ignora su presencia. Ábalos es un muerto, un zombi de la política institucional, un toma y daca de cargos públicos que se permiten aberraciones como la que estamos sufriendo, donde unos cuantos listillos se aprovechan para sacar tajada de un trauma colectivo. Ladrones que se llevan la pasta sin romper las cerraduras, tan sólo haciendo un par de llamadas telefónicas. Nunca fue tan fácil trincar dinero.

Pero más que criticar esto, que me parece deleznable, lo que más me duele es que no hayamos sido capaces de dar la vuelta a la pandemia y aprovechar la coyuntura de los tiempos para hacer revolución social. Porque, sin duda alguna, nuestra clase política es reflejo de la sociedad civil.