El día que murió Elvis Presley yo iba de copiloto en un Dyane 6, color blanco, que tenía una pegatina con el símbolo hippy en el cristal de atrás. Fate l ́amore, non la guerra. Lo conducía mi padre. En los asientos traseros, mi madre y mis hermanas dormían. Recuerdo que se despertaron de golpe cuando sonó el Rock de la cárcel. "¡Baja la radio!..." "Espera, mamá, espera.. ¡Han dicho que Elvis Presley ha muerto!". Íbamos a Calpe o a Altea, qué más da. Para mí, todos los destinos tenían el mismo nombre: Graceland.
Recuerdo también que, a mitad de camino, paramos a comer en uno de esos bares de carretera llenos de camiones. Estaban dando las noticias por la tele y las imágenes que atravesaron mi retina fueron demoledoras. Ese no era mi Elvis. No. Era un cacho de carne con los ojos bañados por el sudor; una bola de sebo que se esforzaba por ajustar los movimientos pélvicos al ritmo de la música.
Según decían, su cuerpo -de más de cien kilos de peso- fue encontrado boca abajo en el suelo del baño del dormitorio de su mansión. Fue su novia, Ginger Alden, la que llamó a la ambulancia. Las imágenes que estaban echando quedaban muy lejos de aquel joven de mirada fresca al que yo imitaba peinándome tupé; moviéndome frenético en los bailes de los pueblos cuando la orquesta tocaba el rock. Era el 16 de agosto de 1977.
Nunca olvidaré la fecha, pues, desde ese día decidí no creerme las noticias y así convertirme en un hombre desconfiado ante las informaciones de los medios de comunicación. Baste decir al respecto que eran los tiempos de la Guerra Fría, un enfrentamiento entre
bambalinas en el que los dueños de la tramoya vigilaban el teatro del mundo; una época paranoica en la que las teorías conspiratorias eran de largo aliento. De esta manera, llevado por las estructuras sociales que moldean la conducta, no me fue difícil engañarme a mí mismo y pensar que Elvis seguía vivo. Sí. Todo muy friki.
Fue tiempo más tarde cuando supe que, en Estados Unidos, la periodista Gail Brewer-Giorgio había escrito una novela cuyo manuscrito fue rechazado por varias casas editoriales. El protagonista de su novela era un cantante que llevaba por nombre Orión y que, harto de fama, había fingido su propia muerte para poder retirarse del foco que proyectan las falsas luces del show business. Los rechazos del manuscrito coincidieron con la muerte de Elvis.
Escamada por tales rechazos, y avisada por un sexto sentido que tenía mucho de comercial, la periodista se puso a investigar todo lo referente a la muerte de Elvis Presley. Mientras tanto, un nuevo cantante, de nombre Orión, aparecía en los escenarios cubierto con un antifaz y con la misma voz de Elvis Presley. Sin duda, para Gail Brewer-Giorgio, el Rey del Rock había fingido su muerte. Fruto de tales investigaciones, la teoría conspirativa se haría pública en forma de libro.
En España, la editorial Plaza y Janés lo publicó a finales de los ochenta, bajo un título provocador: ¿Está vivo Elvis? Se trata de un libro lleno de interrogantes y de condicionales cruzados con el testimonio de las personas que afirmaban haber visto a Elvis después
de que su muerte se hiciera pública. Incluso, en el libro se especula acerca de la relación que había entre el cantante enmascarado Orión y el mismísimo Elvis Presley.
He de confesar que, en su momento, leí el libro con avidez. Anda por ahí. Todavía lo conservo. De la misma manera que conservo fresca la memoria de aquel día, camino de Graceland. Eran otros tiempos. Tiempos en los que la inocencia no cedía sitio a la realidad y uno todavía pensaba que los héroes eran inmortales. Tiempos en los que el mundo estaba recién estrenado y el nostos -género que la nostalgia evoca- aún era cosa de la gente mayor.