Quique es inspector jefe de la Policía Nacional y uno de los mejores investigadores que conozco. En su hoja de servicios hay infinidad de crímenes resueltos, unos años en la Comisaría General de Información, donde combatió al terrorismo yihadista, y hasta una estancia en la embajada de un país del centro de África. Estos días anda entre cabreado y melancólico, enviando a sus amigos canciones de Led Zeppelin. Acude a diario a su despacho de la Brigada de Policía Judicial de su ciudad, desde donde habla con compañeros que tienen a sus padres ingresados y se interesa por los policías a los que ha alcanzado el virus. Allí, confinado detrás de su mesa, mira de reojo el uniforme que acumula polvo en el armario y que luce solo en actos oficiales: "Estoy jodido por no poder ayudar más. Deseando que me lancen a la calle con el uniforme, como han hecho en muchas comisarías con los que trabajan en policía judicial".

Víctor es inspector y ha pasado la mitad de su vida en una Brigada de Policía Judicial, retirando de la circulación a atracadores de bancos de todo pelaje. Hace pocos años, decidió cambiar radicalmente de vida y comenzó a enseñar lo que sabía a otros policías. Estos días trabaja desde casa y calma su ansiedad recorriendo cientos de kilómetros ficticios con su bicicleta acoplada a un rodillo: "He pedido a los jefes que me manden a un zeta (coche patrulla), que estoy sin poder hacer nada por la gente cuando la gente más nos necesita".

Quique y Víctor se cambiarían de inmediato por Macu, una inspectora destinada en la Unidad de Prevención y Reacción (UPR). Estos días trabaja en la calle, sobre una motocicleta: "No quiero pasar un minuto en casa, quiero estar en la calle quitando de en medio a los imbéciles y haciendo compañía desde la calle a los peques, pero sobre todo a las personas mayores... No te haces idea de lo que supone ver esas caras de alegría cuando te paras a preguntarles cómo están y les das las gracias por quedarse en casa".

Probablemente, José Luis se cambiaría por cualquiera de los tres. Se jubiló hace unos años y dejó una carrera jalonada de éxitos y medallas: "Estoy triste, viendo tanto dolor y pena a mi alrededor. Y me siento un inútil, un trasto viejo, sin poder ayudar".

Estos días he hablado con muchos policías, guardias civiles, agentes locales, mossos y militares, que me han demostrado una vez más la pasta de la que están hechos y, sobre todo, su vocación de servicio. No he oído en ellos ni una solo queja sobre la gestión política de la pandemia –"ya llegará el momento", dicen–. Ninguno es partícipe del griterío, el ruido y las trincheras que tantos se empeñan en cavar sin ni siquiera haber abierto aún el duelo por tantos muertos a los que no se puede ni enterrar.