Más de mil mujeres forman parte ya de la negra lista de las víctimas de la violencia de género. Un millar de mujeres asesinadas por sus parejas o sus ex parejas, que ya no son víctimas de crímenes pasionales o de crímenes de honor –tal y como lo eran hace no tantos años-, sino de la violencia machista. Pero en la lista falta un puñado de mujeres, unas cuantas jóvenes asesinadas o desaparecidas, a las que la Justicia no ha podido reparar. Sus asesinos han logrado colarse por las rendijas de un Estado de Derecho que es y debe ser garantista, incluso para ellos. Siempre han sido los únicos sospechosos de los crímenes, pero la Justicia no ha podido reunir pruebas suficientes para levantar contra ellos un edificio acusatorio.

La familia de Sonia Iglesias lleva desde el 18 de agosto de 2010 convencida de que a Sonia la mató su pareja y la hizo desaparecer, un convencimiento que comparte la Policía. Julio, el único sospechoso, ha aguantado todos y cada uno de los interrogatorios de los investigadores, que le han abordado desde todos los frentes con idéntico resultado: ninguno. Incluso se ha tomado la libertad de espetar a los agentes que él no tiene ningún problema, que el problema lo tienen ellos para reunir pruebas con las que acusarle. Los agentes de la UDEV Central saben que se les acaba el tiempo. Julio está gravemente enfermo y el mayor temor de la familia y de la Policía es que se lleve a la tumba el secreto del paradero del cuerpo de Sonia. Uno de los responsables de la investigación sigue empeñado en devolver a la familia de Sonia la paz que se fue para siempre hace nueve veranos y sobre su mesa es frecuente ver planos, esquemas y mapas, buscando en ellos la pieza que aún no ha encontrado para dar con el paradero de Sonia. “No vamos a parar –dice el comisario- hasta encontrarla. No nos vamos a rendir hasta que su hermana tenga un lugar al que llevar flores”.

Rosa Arcos lleva 23 años cruzándose con quien está segura de que hizo desaparecer a su hermana María José el 15 de agosto de 1996. En estos años, la Policía, primero, y la Guardia Civil, más tarde, han apretado al único sospechoso, Ramiro, su pareja de entonces. Han registrado sus propiedades, han hallado en su poder recortes con las noticias de la desaparición, pero no han encontrado ninguna prueba sólida contra él. El coche de María José, aparcado en el faro de Corrubedo, estaba impoluto, como si alguien se hubiese empeñado en borrar huellas. El responsable del Grupo de Homicidios de la Comisaría General de Policía Judicial dejó el Cuerpo con la espina de no haber aclarado la desaparición de Rosa, la misma espina que se llevó a la tumba el guardia civil que pidió registrar la casa de campo del sospechoso. El agente murió prematuramente, devorado por el cáncer, con una hoja de servicios plagada de éxitos, que para él pesaban mucho menos que ese fracaso.

Es difícil encontrar un investigador veterano que no lleve una espina clavada de este tipo. “No creo en los crímenes perfectos –dice un comisario jubilado con dos décadas de experiencias en homicidios-; cuando un crimen queda impune es por nuestros errores o porque el asesino se ha encontrado, no con uno, sino con muchos golpes de suerte”. Un veterano policía, ya retirado también, acudía periódicamente a la cárcel para visitar a un tipo al que él había logrado encerrar, pese a que el cadáver de su víctima nunca pudo ser localizado. Aún después de ser condenado –aunque solo por secuestro-, el policía seguía acudiendo a ver al preso, hasta que éste le denunció por acoso. Nunca le reveló el paradero del cadáver. Hoy, 20 años después, el agente jubilado aún habla con la familia de la víctima, con la que sigue sintiendo en deuda.

Cristina Bergua, Ángeles Zurera, Susana Acebes… Todas ellas fueron asesinadas o continúan en paradero desconocido. En todos los casos hay un sospechoso y una sospecha: fueron víctimas de la violencia de género, pero siguen siendo invisibles también es esos listados.