La anécdota me la contó con todo detalle mi colega Juan Carlos Serrano, uno de esos tipos que en la calle era imbatible, un periodista capaz de hacerse con una historia que merecía cuatro columnas en un periódico tras llamar a dos timbres y pasar un rato con los parroquianos en un bar. Un reportero, vaya, esa especie que en España tiene menos futuro que el lince ibérico. Éste, acorralado por las carreteras, el desarrollo urbanístico y los cazadores sin escrúpulos; y aquel, herido de muerte por las redacciones plagadas de periodistas que sufren fotofobia por no salir a la calle a trabajar, convencidos de que allí no van a encontrar nada que no esté detrás de sus pantallas.

Juan Carlos estaba husmeando en el despacho del entonces –finales de los años 80– concejal presidente de Centro, Ángel Matanzo, un personaje peculiar, antecedente del populismo que irrumpiría después en la política. Una pareja de policías municipales se presentó ante Matanzo con un individuo: le habían interceptado en la calle vendiendo globos sin la correspondiente licencia. El edil, magnánimo y con aires de don mafioso, dijo: "¿No venden droga en las calles? ¡Pues dejad a este hombre tranquilo! ¡Que venda globos!".

Matanzo, conocido como el sheriff de Centro, acabó sus días como concejal tras un enfrentamiento con el edil de Cultura, después de que decretase a las bravas el cierre del teatro Alfil. Eran los años en los que la droga se movía por Madrid sin velos que la ocultase: por la almendra de la capital se vendían y se consumían sustancias a plena luz, incluso en los aledaños de la Gran Vía había inmuebles destinados exclusivamente a la venta y el consumo de estupefacientes, mucho antes del feliz hallazgo de la palabra narcopiso. Matanzo intentó erradicar el problema con la misma sutileza que el chimpancé armado en un reciente relato de Don Winslow recogido en 'Rotos', pero su desastrosa gestión sirvió para evidenciar que la droga campaba a sus anchas por Madrid.

Treinta años después, se siguen vendiendo globos y también droga en el centro de la ciudad. La heroína que devastó a una generación fue sustituida por la cocaína –aún en alza– y hoy son las drogas sintéticas las más demandadas en determinados ambientes de la capital, donde incluso su consumo pasa por ser cool, se ha banalizado, igual que se banalizaron otras drogas. A principios de este sigo, hasta en algunos platós se hablaba abiertamente de las rayas que se metían famosos de medio y de gran octanaje.

La reflexión viene motivada por la reciente detención de Rafael Amargo y, sobre todo, por sus declaraciones posteriores: "En mi casa lo que hay es mucha alegría". En su casa, lo que los agentes de la comisaría de Centro encontraron fue útiles para el consumo de drogas, y en la de su amigo y productor, Eduardo de los Santos, ochenta gramos de metanfetamina, ketamina, 2CB, GHB… Mucha alegría y mucha gente que ha perdido pie para siempre por culpa de esas drogas. Banalizar y hasta hacer apología de su consumo es una insensatez. Aunque seas un artista que encima de las tablas te sientas por encima de todo. Porque, como cantaba Enrique Urquijo, muerto en un portal tras un chute de heroína, "cómo explicar que me siento vulgar al bajarme de cada escenario". Y Amargo aún no ha explicado por qué llevaba al salir de un ensayo, cuando fue detenido, una balanza de precisión. ¿Para vender alegría? La Justicia tiene la última palabra.