Hay una extraña y perversa tendencia a creer que abogado y cliente son del mismo equipo, piensan de forma idéntica o, incluso, uno y otro son igual de criminales. Hace muchos años me vi envuelto en una de esas confusiones. Pasó en los primeros años 90 del siglo pasado, cuando la Policía y la Audiencia Nacional decidieron llevar hasta las rías gallegas el estado de derecho y detener a los narcos que hasta entonces campaban a sus anchas y hacían ostentación de los lujos que les proporcionaba el tráfico de drogas. Una de las asociaciones que con más ahínco batalló contra la impunidad de los traficantes fue Érguete. Carmen Avendaño y el resto de madres que componían ese colectivo contra la droga habían plantado cara a los narcos gallegos en las puertas de sus vastas posesiones y cuando Baltasar Garzón desencadenó la operación Nécora, tenían mucho que celebrar.

En uno de mis viajes a Galicia para cubrir esas operaciones policiales, tuve la nefasta idea de meterme en el coche del abogado de Laureano Oubiña, la cara más conocida y bravucona del narcotráfico. Al llegar al juzgado con el letrado, empezó a caerme una lluvia de insultos y hasta de pequeños objetos encima. Procedía de Carmen Avendaño y sus compañeras, que arremetían contra el abogado y lo que tuviese cerca, en este caso, yo, que trataba de explicar con poco éxito que solo era un periodista, que no tenía nada que ver con Oubiña, que a mí me pagaba mi periódico...

Desde entonces, he coincidido varias veces con Carmen Avendaño, la he entrevistado y hasta nos hemos reído recordando aquel escrache en Galicia cuando aún no se había popularizado el término. He visto episodios parecidos, de los que han sido víctimas abogados defensores, a los que la gente identifica de manera automática con sus clientes e incluso los hace responsables de las mismas fechorías: así ocurrió en sesiones del juicio de Gürtel o de Bankia y así ocurre, a menudo, en casos de crímenes mediáticos.

El pederasta de Ciudad Lineal –condenado por cinco agresiones sexuales a otras tantas niñas– fue defendido por un abogado de oficio, igual que Ana Julia Quezada –condenada a prisión permanente revisable por la muerte del niño Gabriel Cruz–. Y una letrada de oficio, María Fernanda Álvarez Pérez, proporcionará a Enrique Abuín, El Chicle, la mejor defensa posible en el juicio al que se enfrentará a partir del día 11 de noviembre, acusado de matar a Diana Quer.

Los abogados defensores son parte esencial del engranaje de nuestra justicia. Nadie, en un estado de derecho consolidado, como el nuestro, puede resultar perjudicado en un proceso penal por no haber tenido la mejor defensa posible. Beatriz Gámez y Esteban Hernández, los letrados de Ana Julia, son dos militantes del turno de oficio. Cristóbal Sitjar, que defendió al pederasta de Ciudad Lineal hasta el último recurso en el Supremo, recibió en la sentencia del alto tribunal una felicitación por su trabajo y sus esfuerzos para que su cliente saliese lo más airoso posible. A Fernanda Álvarez la vi en los pasillos de los juzgados de Santiago, desbordada por los medios de comunicación, el día que se aplazó el juicio contra El Chicle. Jamás ha hablado con la prensa y no parece que vaya a hacerlo en todo el juicio. Su trabajo queda lejos de los focos. Solo quiere darle a Abuín la mejor defensa posible.