Ayer di la última clase a un grupo de chicas de unos veinte años. He estado con ellas tres meses; una vez a la semana, a media tarde, me he sentado al extremo de una mesa y he mirado sus caras. A veces doce, a veces trece, a veces diez. Todas mujeres, menos uno. Ellas. Son universitarias: estudian bellas artes, ingeniería, medicina, filosofía, carreras de postín con más o menos salidas. Ninguna está preocupada por el dinero y reciben becas para seguir estudiando en Inglaterra, Chile o Estados Unidos. Tienen los ojos más brillantes del mundo y casi todas (casi todas) la suerte de contar con unos padres más o menos progresistas que quieren lo mejor para ellas (quién no lo querría) y las cuidan y las presionan y las entienden y las coartan y la mayoría de las veces las dejan ser lo que aún no saben que son. Llevan la dulzura en la cara y un punto muy claro de oscuridad en medio del pecho. Dolores livianos, dice una. Heridas ligeras, todavía, dice otra. Las demás se callan. Una de ellas, con los ojos achinados hasta el cielo cuando sonríe, lleva tatuado en el tórax, ahí donde el dedo se escaparía hacia abajo, una espiga al viento: se lo tatuó por el último poema de Cuaderno de campo, el libro de la cordobesa María Sánchez. Saben algunas cosas importantes de la vida porque han leído, porque han estudiado, porque han amado, porque han taladrado el mundo a través de las redes sociales y porque están llenas de una ingenua energía ingobernable: la de los veinte años si la vida te es amable. Sobre todo, tienen ganas de aprender y de luchar: por ellas, por un mundo mejor. Son conscientes de la grieta y de la desigualdad; parecen empoderadas y se diría que pelearían como gallos si alguien tocara a cualquiera de ellas.

Hemos estudiado la primera persona, en sus múltiples variantes estéticas, narrativas o poéticas. A mitad de curso les puse un ejercicio de escritura y luego las senté en medio de la clase, a media luz, y las hice leer: casi todas escribieron sobre la identidad. Casi ninguna parecía saber quién era. Casi ninguna parecía querer ser lo que era. Casi ninguna se atrevió a contar por qué. Es lo normal, a los veinte años. Se intuye más de lo que se necesita saber. Pero ayer era la última clase, y tras todas las lecturas y los análisis del curso, les había pedido que contaran algo más, que se atrevieran a atravesar el fuego, en primera persona. A media luz, se sentaron por orden en el sillón de leer y abrieron la boca. Ya no estaban nerviosas como la primera vez. Pero el resultado fue muy distinto. Diez mujeres de veinte años. Relucientes, sin problemas. Con todo el futuro del mundo occidental a sus pies. Ningún ejercicio abarcaba más de media página.

Una nos contó un aborto voluntario a los diecinueve años; parecía escrito desde la camilla metálica de absorción, lloró mientras lo leía. Otra utilizó apenas tres metáforas para narrarnos una agresión sexual en plena calle. Un desconocido, extranjero, a principios de carrera, ella iba borracha, se quedó sin ropa, sin voz: solo se atrevió a contárselo a una persona de confianza, que le dijo que, si no había habido penetración, no pasaba nada. Ha estado tres años sin volver a hablar del tema. Otra nos habló sin hablar de la muerte de su madre, apenas doce meses atrás. De cómo también su padre se alejó tras el vacío. Otra leyó unas diez líneas temblorosas para narrarnos cómo su propia madre (asolada por propios dolores) la hizo desde niña avergonzarse de su cuerpo, de sus kilos de más. Otra hablaba a su pareja a través del texto: en medio de la desolación del amor, cuando él se alejaba de ella arrojando daño, la condena y la trampa: pero yo sé que este dolor me gusta. Otra, en un poema desnudo y descarnado, nos contó la gran aventura de ver porno con su chico: en la película, estrangulaban a la actriz mientras la penetraban; la chica sufría con el visionado, ¿va a morirse?, se preguntaba, ¿estoy asistiendo a un asesinato?; por suerte, se dio cuenta de que la palabra mágica, el código de rescate era el siguiente: asfíxiame más fuerte. Así llega la salvación. Todas, sin excepción, escribieron desde la culpa y desde la vergüenza. En sus textos y en sus gargantas no había otra cosa. Todas, sin excepción, hablaron como si fuera la primera vez que alguien en el mundo pronunciara esas palabras y tuvieran miedo de ser escuchadas. La culpa, la vergüenza, el silencio. Trece, doce, diez, seis mujeres privilegiadas. Que saben bailar con estos códigos: cosificación, feminicidio, heteronormatividad, patriarcado, transfobia. También con estos: libertad, cultura, sororidad.

Seis de diez. En realidad, diez de diez. En realidad, todas. Nosotras. Cuánto, cuánto, cuánto nos queda. Cuánto nos queda por vivir.