Es como si cada día se estrellase un avión. Noviembre deja 9.191 fallecidos por coronavirus en España, con una media de 300 muertos al día. Es la peor cifra de mortalidad después de abril. Los muertos son mensurables, la muerte no lo es.

Estamos inmersos en contenidos audiovisuales, salvo para las muertes, que son un contenido contable. Es una forma de ocultación que ha contribuido a minusvalorar el riesgo. No sé si las imágenes nos habrían ahorrado algunas muertes, pero creo que así al menos habría duelo en lugar de champán. Respetar el duelo es algo perfectamente serio.

Contamos con mecanismos psicológicos que nos permiten seguir adelante. Uno no puede seguir con su vida teniendo presentes con total claridad las 300 personas que se mueren cada día en España, las más de 10.000 que se contagian a diario. Lo pienso unos segundos que duran lo que un escalofrío y sigo con lo que tengo delante.

Los mecanismos psicológicos que nos mantienen a flote tienen su cara y su cruz: son también una trampa mortal. En este metaestudio publicado recientemente se analiza la influencia de la información, la cultura y el contexto social en el comportamiento, y cómo todo esto afecta al seguimiento de las medidas de prevención en la pandemia de COVID-19. Uno de los aspectos psicológicos más destacados del estudio es el 'sesgo de optimismo': la creencia de que es menos probable que las cosas malas le ocurran a uno mismo. Si bien el sesgo de optimismo puede ser útil para evitar emociones negativas incapacitantes, puede llevar a las personas a subestimar su probabilidad de contraer la enfermedad y, por lo tanto, a ignorar las advertencias de salud pública.

Además de informar sobre las muertes, para compensar se nos informa de que bajan las hospitalizaciones y que la incidencia acumulada ha bajado a 275 casos, dejando atrás su máximo del 9 de noviembre con 529 casos por cada 100.000 habitantes. También parece que habrá vacunas pronto, en alguna fecha indeterminada pero próxima. Algunos titulares dan a entender que hay treguas en medio de este horror. No es verdad. Todos los días sigue habiendo cientos de muertos y miles de nuevos enfermos. La esperanza es compatible con el miedo. De hecho, la supervivencia es consecuencia de mantener de forma simultánea cierto grado de miedo y cierto grado de esperanza. Estoy absolutamente convencida de que la ciencia nos sacará de esta. Mi esperanza es objetiva. Mi miedo también.

Para algunas personas parece que su preocupación principal es cómo van a celebrar la Navidad. O son muy afortunados y viven en una realidad paralela libre de coronavirus; o han caído de lleno en la trampa. Me los imagino sin muertes a su alrededor, sin allegados enfermos, ingresados, o sin secuelas de la COVID-19. Todos con trabajo, con el sueldo garantizado, con negocios que no han sufrido graves pérdidas, preguntándose si este año encargarán el capón a Aurelia o a Juan. A ver si al menos pueden cenar seis, como ha dicho el gobierno. O siete, si la PCR llega a tiempo y dejan venir a Carlos desde Southampton.

Es imposible celebrar la Navidad sin correr grandes riesgos. Cómo mantener la distancia, la mascarilla y la ventilación. Se dan todas las circunstancias para que, si en la celebración hay algún portador del coronavirus, todos se contagien. Mezcla de convivientes con no convivientes en un espacio cerrado, pequeño y presumiblemente mal ventilado. Todos sentados a la mesa, apretujados, comiendo y bebiendo sin mascarilla. Con las ventanas cerradas porque en diciembre hace frío. Cantando, riendo o discutiendo, según las tradiciones de cada familia, sumergidos en una acogedora nube de aerosoles infecciosos. Besos y abrazos embriagados, fruto del embrujo del champán que los hace sentir invencibles.

Todavía no se sabe si en Nochebuena habrá restricciones severas, cuáles serán exactamente en cada comunidad, o si serán más bien recomendaciones, sin obligatoriedad y por tanto sin control. Los criterios son multifactoriales: sanitarios, económicos, sociales, emocionales… y seguramente las decisiones definitivas se tomen con poco margen. No obstante, la situación epidemiológica no va a cambiar radicalmente en veinte días. No va a suceder un milagro navideño y que de repente sea seguro celebrar la Navidad. Hay que dejar esto claro. No va a ser seguro celebrar la Navidad como siempre se ha hecho.

Aunque es cierto que las restricciones de noviembre han dado cierto resultado y la tendencia es a mejor en lugar de a peor, la realidad es que estamos casi, casi, tan mal como en abril. Por eso una cosa será lo que los gestores políticos permitan hacer en Nochebuena, y otra será lo que sería conveniente hacer desde un punto de vista epidemiológico y estrictamente científico. Podrían no coincidir.

La retransmisión minuto y resultado de fallecidos, como si la situación epidemiológica pudiese llagar a permitir festejos familiares, crea falsas expectativas y, lo más importante, es profundamente irrespetuosa con las víctimas. También lo es hablar de "salvar la Navidad". Qué perverso es usar la palabra 'salvar' cuando esta significa incumplir las medidas que de verdad podrían salvarnos.

Las celebraciones navideñas costarán vidas. ¿Cuánta muerte estamos dispuestos a asumir? Si todos nos reunimos a cenar con no convivientes en unas fechas tan concretas, pagaremos un precio muy alto. La pregunta es qué sacrificios estamos dispuestos a hacer para de verdad salvar la Navidad.