¿Si se reproducen en un laboratorio las condiciones de la Tierra primitiva se podría originar vida? El bioquímico Oparin formuló en 1924 la hipótesis del origen de la vida a partir de una "sopa primigenia" rica en compuestos orgánicos –carbono, nitrógeno e hidrógeno mayoritariamente– expuesta a radiación ultravioleta y energía eléctrica. Casi treinta años después, el químico Stanley L. Miller, tras conocer al geoquímico Harold C. Urey que ya estaba trabajando en esa línea de investigación, diseñó un experimento para comprobarlo. El experimento de Miller es uno de los más famosos de la historia y se ha seguido repitiendo con pequeñas variaciones hasta nuestros días.

El experimento de Miller consiste en mezclar los gases que se consideraban presentes en la atmósfera terrestre primitiva –metano, amoníaco, hidrógeno y vapor de agua–, y comprobar si al reaccionar entre sí podían producir compuestos orgánicos fundamentales para la vida. Para ello se debía trabajar en ausencia de oxígeno (en una atmósfera reductora), con todos los matraces esterilizados para que ningún microbio contamine los resultados y una fuente de energía para emular las tormentas y el vulcanismo del planeta. A los pocos días de poner el experimento en marcha se habían formado algunas biomoléculas como la glicina, la urea y algunos aminoácidos.

El experimento se ha ido repitiendo con variaciones. Miller había escogido las descargas eléctricas como fuente de energía, pero la mayor parte de los aportes energéticos de la Tierra primitiva podrían haber sido otros, como la radiación ultravioleta y los meteoritos. Sin embargo, las descargas eléctricas son muy eficientes para sintetizar cianuro de hidrógeno, una molécula venenosa pero que a la vez es un intermediario esencial para sintetizar las bases del ADN. Así lo demostró en 1961 el bioquímico español Joan Oró, quien descubrió que la adenina –una de las bases del ADN– se podía obtener a partir de cianuro de hidrógeno, amoníaco y agua.

Se han ido probando diferentes composiciones gaseosas de la atmósfera. Durante un tiempo se propuso que la atmósfera podía ser más oxidante de lo que se pensaba, incorporando monóxido y dióxido de carbono, pero aquello disminuía notablemente la cantidad y el repertorio de biomoléculas producidas. También se probó a sustituir el hidrógeno por nitrógeno, lo que llevó a obtener una sopa primigenia más rica todavía, con 13 de los 20 aminoácidos que componen las proteínas. También se ha probado a variar el pH del agua y a incorporarla en diferentes estados de agregación –agua líquida, vapor, congelada o en aerosol– lo que permitió variar el rendimiento de las reacciones y obtener biomoléculas ligeramente diferentes como ácidos carboxílicos al usar agua en aerosol o compuestos aromáticos policíclicos al usar hielo.

El material de los matraces del experimento de Miller también0 es más relevante de lo que se pensaba. En los laboratorios de química normalmente utilizamos matraces de vidrio de borosilicato, un tipo particular de vidrio en el que el boro pasa a ocupar las posiciones del silicio contrayendo la estructura y haciéndolo más resistente a los cambios de temperatura. Por eso el vidrio de borosilicato, conocido como vidrio pírex, sirve para hacer sopas primigenias y para hacer lasañas en el horno. Sin embargo, la atmósfera reductora que empleaba Miller, rica en amoníaco, es capaz de activar químicamente la superficie del vidrio, lo que influye en el rendimiento de las reacciones. Por eso el experimento se ha replicado utilizando reactores diferentes: vidrio, teflón (un polímero inerte) y teflón con trozos de vidrio. Los resultados demuestran inequívocamente que el vidrio de borosilicato desempeña un papel clave en la síntesis de Miller, en los rendimientos, en el número de productos sintetizados y en su diversidad química. Así que el vidrio fue un catalizador necesario para sintetizar gran parte de las biomoléculas obtenidas por Miller. Este hallazgo tiene importantes implicaciones geoquímicas, requiere ampliar el escenario de síntesis de fase gaseosa a una que incluya superficies minerales.

¿Es posible que la vida surgiese en otro lugar y aterrizase en la Tierra? Es lo que se conoce como panspermia, una hipótesis que no viene a resolver cuál es el origen de la vida, pero sí lo coloca en otro tiempo y lugar. El 28 de septiembre de 1969 cayó cerca de Murchison, Australia, un meteorito formado hace 4.600 millones de años. El meteorito contenía en su interior materia orgánica, hidrocarburos y una variada colección de biomoléculas; entre ellas se encontraban, sorprendentemente, los aminoácidos y otras moléculas que Miller había sintetizado en sus experimentos.

¿Es posible que la vida haya surgido en otros lugares del universo si las condiciones son propicias? Las leyes de la física y la química son universales, entonces, si se cree que la materia inanimada se puede transformar en materia viva a través de fenómenos químicos, es coherente creer que la vida se puede dar en cualquier otra parte. El experimento de Miller y sus variantes han servido para aportar evidencias que apoyan el desarrollo evolutivo de la vida y para abrir nuevas disciplinas como la química prebiótica y la astrobiología, que estudia el origen, evolución, distribución y futuro de la vida en el universo.

Átomo a átomo se podrían construir las moléculas que forman un ser vivo, sin embargo nunca se ha logrado obtener vida en un laboratorio, ni siquiera ningún polímero próximo a ser considerado una forma primitiva de vida. Esa "chispa de la vida" que distingue la materia vida de la inerte ya había sido propuesta por los filósofos vitalistas como una fuerza vital –también llamada alma o espíritu– que no es posible explicar a partir de los conocimientos generados por la física o la química. El vitalismo, por tanto, surgió como oposición al mecanicismo, que sugiere que los seres vivos son comparables a las máquinas y que la mente es el resultado de la disposición de los órganos de la máquina, del mismo modo que los movimientos de un reloj derivan de la disposición de sus engranajes y contrapesos. Así lo describía Descartes.

La electricidad se ha considerado durante mucho tiempo como la "chispa de la vida". Del mismo modo que Miller propuso la electrocución de la sopa primigenia como posible origen de la vida, el fisiólogo Galvani había sugerido en 1780 que los impulsos eléctricos que producen las contracciones musculares de los seres vivos –algo que descubrió sometiendo a descargas eléctricas a una rana muerta– son en realidad la "fuerza vital".

En la misma línea de pensamiento que Galvani, en la ficción el doctor Frankenstein reunió retazos de carne y mediante descargas eléctricas consiguió insuflar vida a los átomos concatenados de su monstruo. Las fotografías de Miller junto a su matraz iluminado por destellos eléctricos que se publicaban en los medios de comunicación de la época contribuyeron a verlo como una especie de Frankenstein de la vida real. Así, la diferencia entre lo vivo y lo muerto sería eléctrica; igual que cuando se apaga la electricidad de las neuronas, se apaga la vida.

Desde un punto de vista filosófico, el experimento de Miller vino a ilustrar la gran pregunta: ¿somos más que átomos concatenados? No hemos logrado generar vida en un laboratorio. Ni siquiera teniendo la receta de la sopa primitiva perfecta se ha logrado insuflar vida a la materia. Por eso comparar la materia con la vida es como comparar un cerebro con la mente, o como comparar un piano con la música. Estamos formados por las mismas partículas elementales, por el mismo barro, pero chispeante, una imagen que figura en el Génesis 2:7, "Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente".