En la medianoche del pasado viernes el cielo tenía un tenue color magenta. Parecía que la luz del amanecer de aquel día de sol se había quedado atrapada en el tiempo. Eso mismo fue lo que pensó el científico Pierre Gassendi en 1961 quien, al observar este fenómeno en Francia, creyó que eran rayos del sol que seguían reflejándose en la atmósfera. Lo llamó 'aurora' en homenaje a la deidad de la mitología romana que personifica el amanecer.

Una aurora no es un amanecer atrapado en el cielo, pero sí es un fenómeno relacionado con el sol. En el sol se producen una especie de erupciones de masa coronal que llegan a alcanzar la Tierra. Cuando la actividad solar es intensa, algo que ocurre en ciclos de aproximadamente una década, en el sol se observan unas manchas que indican que el sol está "escupiendo" viento solar, un flujo compuesto por partículas con carga eléctrica (electrones, iones, etc.) que alcanzan velocidades entre 300 y 800 km/s. Cuando el viento solar se dirige hacia la Tierra, comienza a desarrollarse una tormenta geomagnética. Afortunadamente la Tierra cuenta con un escudo magnético invisible generado por el núcleo terrestre: la magnetosfera. La magnetosfera nos protege de la radiación de alta energía que llega desde más allá del Sistema Solar; también desvía el viento solar hacia los polos terrestres, de ahí el nombre 'aurora polar'. En el polo norte se llaman 'auroras boreales' por la palabra griega borea que significa norte, y en el polo sur se llaman ‘auroras australes’ por la palabra latina auster que significa sur.

El pasado viernes se vieron auroras lejos de los polos en casi toda España. No es que la magnetosfera haya dejado de servir de escudo, es que la actividad solar está siendo especialmente intensa, ensanchando el óvalo auroral más allá de los polos. Esto encaja con la predicción que se había hecho cuando en 2019 se empezó a registrar un aumento de la actividad solar y se calculó que alcanzaría su máximo entre 2024 y 2025. Es posible que dentro de 27 días, que es el tiempo que tarda en girar el sol sobre su eje, se pueda ver de nuevo el fenómeno.

Los colores que se ven en el cielo no son los colores del viento solar, sino el resultado del viento solar chocando con los átomos y moléculas que componen la atmósfera. La composición de la atmósfera varía gradualmente con la altura, de modo que el color del cielo nos da información sobre la penetración del viento solar.

En las capas más altas, a unos 250 km, la atmósfera es rica en oxígeno monoatómico (átomos de oxígeno sueltos, en vez de agrupados de dos en dos como las moléculas de oxígeno que respiramos). Cuando el viento solar choca con el oxígeno monoatómico, éste se excita. Esto quiere decir que los electrones que bailan en la superficie del oxígeno transitan de un estado basal, se podría decir tranquilo, a un estado más energético, excitado. Cuando los electrones del oxígeno recuperan el estado basal, lo hacen emitiendo la energía que les sobra. Esta energía cae dentro del espectro visible, es decir, son ondas de luz visible, de colores. Dependiendo de la energía o longitud de la onda, esta tendrá un color diferente. En concreto, el oxígeno monoatómico pasa de tener los electrones tranquilos y en parejas –estado singlete– a tenerlos separados y alborotados –estado doblete y triplete–. El primer tránsito se produce a una altitud de 240 km emitiendo luz verde (557,7 nm de longitud de onda), y el segundo a 250 km emitiendo colores que van del rosa al rojo (630,0, 636,4 e 639,2 nm). Estas ondas de colores están muy bien caracterizadas, es decir, son indicativo de la presencia inequívoca de oxígeno monoatómico. Son como la huella dactilar de un átomo, o como se llama en química: el espectro atómico. Así que el color magenta del cielo que se veía desde casa el pasado viernes era el del espectro atómico del oxígeno que se localiza a unos 250 km de altitud.

Si el viento solar alcanza capas más bajas de la atmósfera, choca con otros gases, produciendo tránsitos electrónicos diferentes, que emiten ondas de colores también diferentes. A 100 km de altitud –conocido en aeronáutica como línea de Kármán, el límite de la atmósfera que permite la sustentación aerodinámica de una nave a través de alas y hélices– el elemento protagonista es el nitrógeno. Al ir descendiendo, el nitrógeno adquiere diferentes estados, como nitrógeno monoatómico, como molécula ionizada y como molécula estable (el 80% de la atmósfera que nos rodea está formada por nitrógeno molecular). Cada uno de los estados del nitrógeno emite ondas de diferente color, lo que también da información sobre la penetración del viento solar en las capas bajas de la atmósfera. A 100 km el nitrógeno emite ondas de color rojo (690 nm), algo más abajo emite ondas de color azul (428 nm) y aún más abajo ondas de color violeta (391 nm). Así que, dependiendo del color de las auroras, se puede saber con qué gases de la atmósfera está chocando el viento solar y a qué distancia se están produciendo.