Durante la educación primaria solo me gustaba ir a clase el primer día, el día de la función de Navidad, si nos llevaban al teatro, o el día que celebrábamos o Entroido. Poco más. El resto de los días eran ríos, reyes y multiplicaciones. Hasta bien adentrada la secundaria, cuando la escuela adoptó una nueva luz, todo era una sofocante pérdida de tiempo. Preferiría estar paseando con mi abuelo por los barrios obreros de la ciudad, haciendo rosquillas con mi abuela, leyendo los libros grandes de la estantería de abajo, o jugando a la tasca con mi hermano. Era como «el niño asombrado» de Rabinad, pero sin el paréntesis festivo de la guerra. Algún niño de ahora escribirá de adulto sobre esos días de pandemia en los que se cerraron los colegios. Cuando las tareas llegaban por email y se resolvían sobre la alfombra del salón, mientras mamá trabajaba, vigilante, en su nueva oficina del comedor.

En tres semanas reabrirán las escuelas, si todo va bien, o al menos no va a peor. La reapertura solo es posible si la transmisión comunitaria es baja y se toman las medidas adecuadas. Muchos profesores, asociaciones de padres, administraciones, están más preocupados que ocupados. He sido profesora durante años y soy consciente de lo complicado y aventurado que resulta todo. Puede que los colegios no lleguen a abrir, y de hacerlo, puede que ocurra como en Alemania o Israel, donde los nuevos brotes obligaron a suspender las clases a los pocos días de empezar el curso.

La evidencia científica sobre la conveniencia sanitaria de abrir los centros escolares y las medidas adecuadas para hacerlo con seguridad son limitadas y controvertidas. Por un lado, el cierre de las escuelas parece no haber contribuido de forma significativa a controlar la transmisión del virus, al menos no más que las restricciones de cualquier otra actividad que implique proximidad. La escuela tiene prioridad frente al ocio nocturno. Además, ahora sabemos que los niños no son un vector de contagio más amenazador que los adultos, tal como se baraja al principio. La transmisión es mayor entre los niños de 10 - 19 años y menor entre los de 0 y 9. Esto tiene su cara B, y es que a los niños sí les afecta la COVID-19 más de lo que parecía al inicio de la pandemia. No solo transmiten el virus a tasas similares a las de los adultos, sino que también padecen la enfermedad, aunque sea generalmente de forma menos severa.

Otro asunto importante a la hora de diseñar estrategias para una vuelta al colegio segura es tener en cuenta que las vías de transmisión del virus podrían ser más complejas de lo presumible. Por ejemplo, sí tenemos la certeza de que el virus se transmite entre personas a través de las gotas de Flügge que expulsamos al hablar, toser o estornudar. Son gotas de entre 10-100 µm que tienen un alcance de unos 1,5 m, caen por acción de la gravedad y pueden albergar suficiente carga viral como para contagiar. De ahí la distancia de seguridad y el uso de mascarilla. Lo que todavía no está del todo claro es si el contagio es posible a través de gotas más pequeñas, los aerosoles de menos de 5 µm. Producimos aerosoles al gritar, cantar, fumar y respirar agitadamente. El peligro de los aerosoles es que se proyectan a mayor distancia y pueden permanecer suspendidos en el aire durante varios minutos. Esto se ha probado mediante estudios aerodinámicos, pero en estudios epidemiológicos la evidencia es más limitada. El debate científico se centra en probar que los aerosoles pueden albergar suficiente cantidad de virus como para contagiar a otras personas. La balanza se inclina cada vez más hacia el sí. Sí parece que los aerosoles desempeñan un papel relevante en la transmisión del coronavirus. De momento las autoridades sanitarias no descartan esta posibilidad, pero tampoco la consideran suficientemente probada. Esto nos lleva a tomar medidas por principio de precaución, como optar por las reuniones al aire libre o mantener bien ventilados todos los espacios de convivencia, incluidas escuelas.

En España se apuesta por retomar la educación presencial. Diferentes organismos como la UNESCO o la OMS se han posicionado a favor. La educación a distancia que se adoptó en los inicios de la pandemia, sin tiempo suficiente para una adecuada planificación, fue escarpada –por decirlo con elegancia-. La educación a distancia ha evidenciado desigualdades educativas por los diferentes recursos materiales, digitales, culturales y personales de cada familia. Además, ha contribuido a aumentar la brecha de bienestar social y emocional. La educación online no es una opción fácil para este país. Se estima que la brecha digital afecta a un millón de alumnos de enseñanzas no universitarias que, por problemas socioeconómicos o bien no tienen dispositivos adecuados o no tienen conectividad a Internet en casa. El Ministerio de Educación, a través de un plan de digitalización educativa, ha propuesto gestionar esta situación creando «puestos educativos en el hogar» que, llegado el caso, consistirán principalmente en ceder equipos portátiles y facilitar la conexión a Internet, además de la creación de aplicaciones, herramientas y recursos curriculares, y de ofrecer formación en competencia digital a los docentes. Desconozco lo avanzado que está este plan en cada comunidad autónoma, pero sí conozco lo poco preparado que está el sistema educativo actual, especialmente en los primeros cursos escolares. El escenario probable de tener que suspender las clases presenciales volverá a mostrar las vergüenzas de las desigualdades sociales y de la falta de conciliación.

La educación será presencial o no será. Por eso el Ministerio de Sanidad, junto con el Ministerio de Educación, han creado una guía de recomendaciones y medidas de prevención contra la COVID-19. Las conclusiones a las que llegan no son muy diferentes a las propuestas por otras organizaciones y expertos. Como en España las competencias educativas pertenecen a las comunidades autónomas, cada una ha creado sus propias guías, unas más pormenorizadas que otras. A su vez, cada centro educativo adaptará estas medidas como crea conveniente para su situación particular. En definitiva, cada centro se lo guisa. En última instancia, cada profesor con su libertad de cátedra, se lo guisa. Y si los centros escolares cierran, con suerte el guiso lo harán los padres, los abuelos o el vecino.

Después de haber estudiado las guías ministeriales, autonómicas y del resto de países, la sensación es que todos estamos tomando más o menos las mismas medidas: limitación de contactos, control de casos e higiene.

Se recomienda mantener la distancia de seguridad de al menos 1,5 m. Uso de mascarilla quirúrgica o higiénica. Correcta higiene de manos. Limpieza y desinfección de objetos y zonas comunes. Demarcar vías de tránsito y escalonar horarios para evitar aglomeraciones en los pasillos. Lo de siempre, pero en el centro escolar.

El rastreo y aislamiento de casos también parece ser clave. Para evitar rebrotes hay que contener los casos y esto se hace con test, test, test, sumados a herramientas capaces de registrar los contactos de riesgo, como las aplicaciones móviles.

Para limitar los contactos en las escuelas se ha optado por estrategias «burbuja». Esto sería crear «grupos de convivencia estables» de unos 10 - 15 alumnos y su profesor. Ninguno de los miembros del grupo podrá entrar en contacto con otro grupo. Esto es interesante en educación infantil y primaria, donde mantener la distancia física es imposible. De este modo, de haber un caso positivo dentro de un grupo, esta organización servirá para contener la propagación del virus y facilitar el rastreo de casos.

Esta medida, y otras de la misma naturaleza, implican la reducción de las ratios. Para ello se debería contar con más profesores. Y para que los grupos no entren en contacto unos con otros, y la distancia de seguridad esté garantizada, también habría que disponer de más espacio. Más personal y más instalaciones. Si esto no es posible, la recomendación es priorizar la educación presencial de los más pequeños. Los estudiantes de los últimos cursos de secundaria, bachillerato y superiores, al presuponérseles mayor autonomía, podrían asumir una educación combinada, entre presencial y a distancia. Esto también acolcharía los problemas de conciliación.

Aunque el criterio está suficientemente claro, su aplicación está resultando un quebradero. De ahí la justificada preocupación de padres, profesores y administraciones. No solo cada comunidad autónoma es un mundo, sino que cada distrito escolar tiene sus singularidades. No es lo mismo una escuela unitaria o colegio rural, que un centro escolar de una ciudad principal. Hay escuelas unitarias con una decena de alumnos por profesor. Centros escolares urbanos con polideportivos anexos y patios que fácilmente pueden transformarse en aulas. Ciudades con numerosas bibliotecas y centros cívicos que pueden servir de extensión escolar. Los ayuntamientos podrían reunir a los directores de los centros escolares, con las asociaciones de padres y la administración y pactar juntos una solución integral, adaptada a las necesidades propias de cada geografía. Con las recomendaciones ministeriales como marco, que es lo que son, el problema podría abordarse con mayor exigencia desde pequeños conjuntos de coherencia.

Para todo hacen falta medios: más profesionales, más instalaciones, más dispositivos, más cobertura de Internet y, sobre todo, más preparación. Esta es una situación nueva para todos y la evidencia científica en la que fundamentar las decisiones es todavía escasa. Ninguno somos expertos, a lo sumo podemos ser buenos haciendo conjeturas. Por eso debemos prepararnos para el peor escenario posible, y para ello debemos tener las prioridades sólidamente elegidas. La igualdad de oportunidades se protege garantizando el acceso a la educación. Para mí la educación va primero, siempre.

Los días sin colegio son una sublimación literaria cuando no forman parte de lo rutinario. O cuando ha pasado el tiempo suficiente y estamos vivos para contarlo. La imagen de un niño resolviendo las tareas del colegio tumbado sobre la alfombra solo es idílica si los recursos económicos, la disponibilidad de tiempo y el sostén cultural de sus familias lo permiten. Lo idílico es incompatible con la igualdad de oportunidades, pues solo pertenece a los privilegiados. Si las escuelas cierran, además de un fracaso sanitario, será un fracaso social.