Mi hermano Christian estaba en segundo de la carrera de Bellas Artes, a mí me faltaban un par de cursos para licenciarme en Química. Esa semana se había inaugurado una exposición en la Fundación Barrié, que tiene su sede en el Cantón Grande de A Coruña. Se titulaba Sin título, igual que muchas obras de arte. Se trataba de una selección de obras del siglo XX de una de las colecciones de arte más importantes del mundo, la colección Berardo. La comisariaba David Barro, algo de lo que me percataría unos cuantos años después. Fui a verla con Christian. Allí estaban las principales obras de arte que veíamos en los libros. Estaban las famosas cajas de Brillo de Andy Warhol, estaba uno de los perros de madera policromada de Jeff Koons, unas estatuas de resina de Juan Muñoz colgando del techo, un torso de Louise Bourgeois, un escurrebotellas de Marcel Duchamp, un lienzo lleno de colores más grande que una sábana de Morris Louis, unos neones de Bruce Nauman, un paisaje pixelado de Piet Mondrian, un cuadrado negro de Ad Reinhart, un cuadro ovalado con una trama de cómic que emulaba el reflejo de un espejo de Roy Lichtenstein y una enorme mesa de madera de Rebecca Horn que subía y bajaba sus patas emitiendo un ruido que acompasaba toda la visita.

Todos esos artistas de los que Christian me hablaba con fascinación estaban allí, en nuestra ciudad. Y en medio de todo aquello había una pequeña escultura de color azul que brillaba por encima de todo lo demás. La recuerdo en el centro de la sala principal, la que asoma a la planta baja, ocupando lo que sería el centro geométrico de la fundación. Es posible que mi memoria estratégicamente la haya colocado ahí. Parecía que estaba más iluminada que el resto. Es más pequeña de lo que imaginaba. Ya sé que en los libros pone que mide 68 cm de alto, pero como suele aparecer fotografiada sin nada alrededor que sirva de referencia, creía que sería más grande, no un objeto que pudiese colocar en el salón de casa. Estaba pintada con un azul intensísimo, de esos azules que parece que emiten luz. Aquella pequeña escultura subida a una peana blanca acaparó nuestra atención por encima de todo lo que había a su alrededor. Al acercarnos vimos que la textura de aquella pintura tenía algo de ilusorio. Parecía que estaba pintada con terciopelo azul.

¿De qué está compuesta esta pintura?, le pregunté a Christian. Estudié que se trata de una pintura que se inventó el artista Yves Klein. Es la pintura azul Klein. Hay cierta mística alrededor, porque es una pintura sobre la que existe un registro de la propiedad intelectual, así que se cuenta que la receta es secreta. Para los químicos no existen las recetas secretas, le contesté. Así, vista en directo, no tiene nada que ver con cómo se ve en las fotografías de los libros, dijo Christian. Me recuerda al aspecto de las pinturas al temple. ¿Cómo se hacen esas pinturas? Consisten en mezclar el pigmento con yema de huevo, me explicó. Al secar se quedan mate, como las témperas con las que pintábamos de pequeños. Pero sé que no es un temple, tiene que ser otra cosa, me dijo. Esto lo tengo que investigar. Con esa declaración que hice aquel verano de 2006 empezó, sin yo saberlo todavía, mi tesis doctoral.

Por aquel entonces no sabía ni de qué estaban hechas las pinturas, ni de dónde se sacaban los pigmentos, ni siquiera había estudiado en la carrera cómo la química describe el fenómeno del color. En la biblioteca de la facultad de ciencias de la Universidade da Coruña donde estudiaba encontré el artículo de Kurt Nassau The causes of color, un trabajo que se había publicado en Scientific American en los años ochenta y que pocos años después se extendería en un libro titulado The fifteen causes of color: the physics and chemistry of color. Entre aquellos trabajos que iba encontrando en los repositorios de artículos científicos y, sobre todo gracias a las asignaturas de química inorgánica de cuarto y quinto de carrera, logré entender la química del color. Mi colección de libros se fue enriqueciendo poco a poco con manuales de arte y catálogos que iba encontrado en librerías de segunda mano. Aquellos libros eran demasiado caros para mí, así que me llevó tiempo aprender cómo se hacían las pinturas, qué diferencia había entre un óleo, un temple o un acrílico. Cómo se hacía el acero corten, el hormigón aluminoso, o las pátinas de nitrato de plata. Aquellas palabras que acompañaban la ficha técnica de las obras de arte eran un jeroglífico, incluso para un químico. El libro de Max Doerner, Los materiales de pintura y su empleo en el arte, fue el mejor libro que encontré. No existían apenas libros sobre los materiales del arte, y menos sobre la ciencia de los materiales, y menos libros buenos. Ahora tampoco. Pero ese lo era. También conseguí el libro de Ralph Mayer, Materiales y técnicas del arte, con el que aprendí que hay cientos de pigmentos de cada color, y que en cada época y en cada lugar del mundo se les llama de diferente manera, que algunos se extraían de minerales, pero ya no, y aun así no han cambiado de nombre, que algunos son tóxicos y otros pigmentos nuevos han heredado su nombre, que el blanco de plomo es lo mismo que el albayalde, y que el blanco de España también se llama blanco de París, que no es más que carbonato de calcio.

Fui almacenando toda esa información en mi cabeza y guardándola en forma de artículos, más bien borradores, en los que intentaba encontrar una relación entre la ciencia y las obras de arte que más me gustaban. Era un pasatiempo que compaginaba con otros y con mi trabajo. Porque yo trabajaba para pagarme los estudios. Nada más licenciarme me busqué un trabajo de más calidad que ocuparía casi todo mi tiempo. Aunque desde primero de carrera fantaseaba con llegar a doctorarme, por aquello de saber mucho de algo, de saberlo de verdad, en segundo de carrera asumí que aquello no estaba al alcance de mi bolsillo. Si dios quiere, ya me doctoraré de mayor, cuando me lo pueda permitir, pensé.

Seis años después de aquella visita a la exposición, en verano de 2012, decidí que empezaría a compartir lo que había ido descubriendo sobre la relación entre la ciencia y el arte. Estaba disfrutando mis vacaciones de profesora en Madrid, que era donde trabajaba Manu –mi novio entonces, mi marido ahora– y decidí pasar las mañanas escribiendo artículos de divulgación, leyendo y haciendo la compra por el barrio. Manu me ayudó a crear un blog en internet. Echaba mucho de menos A Coruña, así que por morriña llamé al blog Dimetilsulfuro, que es el principal compuesto responsable del olor a mar.

Empecé a publicar artículos sobre la química del arte de Klein, Mondrian, Malévich… explicándolo todo desde lo fundamental, sin dar nada por sabido, y dando rienda suelta a mi pluma de escritora. Estaba descubriendo nuevas conexiones entre la ciencia y el arte que no estaban escritas en ninguna otra parte. Esos descubrimientos me hacían tan feliz que tenía que compartirlos con el mundo. Sin pretenderlo, aquello me abrió las puertas a la divulgación científica profesional. Me empezaron a dar premios por lo originales que eran mis publicaciones, empezaron a llamarme para dar pequeñas charlas. Aquel pasatiempo se empezó a convertir en una posible forma de vida. Hasta que llegó el momento de tomar una decisión difícil: seguir trabajando como profesora, algo que me imaginaba haciendo el resto de mi vida con felicidad, o apostar por la divulgación. Aunque el trabajo de profesora parecía la opción más estable, ya había aprendido que en realidad casi nada lo es.

En 2016 recibo la llamada de Moisés Canle, un profesor de mi facultad: Deborah, lo que estás escribiendo sobre la relación entre la ciencia y el arte podrían ser artículos publicados en revistas científicas. Es una investigación original sobre la que apenas hay antecedentes. Estaba contando la historia del arte moderno y contemporáneo a través de la historia de la ciencia, pero lo más original era que estaba descifrando obras de arte a través del significado de sus materiales. Es algo sobre lo que apenas había nada escrito. Estás haciendo una tesis doctoral por tu cuenta, me dijo Moisés. ¿Miramos cómo matricularte y vemos si yo puedo ser tu director de tesis? Por aquel entonces no había ningún programa de doctorado que se ajustase a mi investigación, pero Moisés encontró la manera. El grupo de investigación sobre reactividad química y fotorreactividad que dirigía encajaba con gran parte del trabajo que estaba haciendo, así que en poco tiempo me convertí oficialmente en investigadora, formando parte del grupo React! y del equipo del Centro Interdisciplinar de Química e Bioloxía (CICA) de la Universidade da Coruña.

Yo seguí ganándome las lentejas trabajando como divulgadora científica. Ser investigadora no me daba de comer, pero "levanta la paletilla" como diría mi abuelo. Con el tiempo mi investigación se convirtió en el factor diferenciador de mi trabajo en divulgación. La relación entre la ciencia y el arte es mi seña de identidad.

Con la química aprendí a desarrollar una mirada atómica, una forma de estar en el mundo que implica pasear atentamente, escudriñar las bellezas sutiles de lo cotidiano, aquellas que están tan vistas que con frecuencia pasan desapercibidas. Saborearlas átomo a átomo, como un turista en su propio barrio. Esa forma de mirar es un aprendizaje sin retorno, así que también contemplo el arte con la misma intensidad. Aunque al arte se le presupone un vínculo obvio con la belleza, lo cierto es que para apreciarlo hay que mirarlo con atención y conocimiento. A la luz de la química el arte revela sus entrelíneas. Y es que la química ilumina partes del mundo que de otra manera permanecerían en la oscuridad o, al menos, iluminadas con una luz diferente.

Gracias a todos los coprotagonistas de esta historia por haber iluminado mi mundo. Gracias a todos vosotros he llegado a ser la chica que de mayor pudo hacer la tesis doctoral.

*Nota de la autora: Una versión de este texto aparece publicada en los agradecimientos de la memoria de la tesis doctoral en química "Relación entre la ciencia y el arte moderno y contemporáneo y su uso en divulgación científica".