En septiembre se estrenan los zapatos del nuevo curso escolar, se compran los bolígrafos, los lápices y las gomas de borrar. Se mezcla la ilusión del debut con el miedo del principiante, una sensación que me acompaña desde la infancia. Hasta que no se camina un trecho, uno no sabe si los zapatos nuevos van a hacer rozaduras o van a amenizar el paseo. Aunque desde hace unos años mi agenda empieza en enero y no en septiembre, ese sabor a nueva etapa está en el aire y encrespa el pelo. En septiembre llueve cuando todavía hace calor, hay más aerosoles flotando, huele a otoño y a verano, huele a ozono, a dimetilsulfuro, a geosmina y a petricor. Esas moléculas enmarañan la melena, que no deja de ser el síntoma de unas ideas también enmarañadas. Son unas moléculas que viajan de la atmósfera a la tierra hasta ahogarse en la nariz, que es el camino más corto a la memoria.

El olor que anuncia la lluvia es metálico. Huele a electricidad. La principal molécula responsable es el ozono, un gas formado por tres átomos de oxígeno en lugar de los dos átomos que forman el oxígeno que respiramos. Los rayos de tormenta rompen el oxígeno diatómico en dos, dejando átomos sueltos ávidos de encontrar pareja. Estos átomos sueltos, en cuanto encuentran una molécula de oxígeno, se unen a ella, convirtiendo un dueto estable en un trío odorífero.

Siempre que hay tormenta se forma ozono en la troposfera. Sin embargo, no todas las tormentas se ven y se oyen con relámpagos y truenos. Hay tormentas que ocurren en las nubes, a 5 km por encima de nuestras cabezas. Las nubes tormentosas de tipo cumulonimbo están formadas por minúsculos cristales de hielo colocados en un gradiente de densidad: arriba los más ligeros y abajo los más pesados. Los cristales más ligeros suelen tener carga eléctrica positiva, mientras que los más pesados la tienen negativa. Esta diferencia de potencial provoca rayos; algunos alcanzan la Tierra, que está cargada positivamente, a razón de 100 rayos por segundo.

Cuando comienza a llover huele a tierra mojada. Esa descripción es también el origen etimológico de la palabra geosmina. La geosmina es un compuesto de tipo alcohol. De hecho, hay personas a las que les recuerda al alcohol etílico. Sin embargo, la geosmina tiene una estructura química compleja que la hace más perceptible a nuestros receptores olfativos. Si hay una molécula de geosmina flotando entre 200.000 partículas de aire, la notamos. Forma parte del lenguaje olfativo de la evolución de las especies: los camellos son animales especialmente sensibles a este compuesto, así que la geosmina les dibuja en el aire el trayecto hacia el agua.

La geosmina la producen una bacterias, Streptomyces coleicor, que al hidratarse con el agua de lluvia ponen su metabolismo a funcionar. En el campo, donde la lluvia huele más profunda, hay hongos y cianobacterias que también producen pequeñas cantidades de geosmina. Sin embargo, en las ciudades la geosmina se descompone a causa de la acidez ambiental, donde el aire está más cargado de óxidos de azufre, nitrógeno y carbono.

Después de la lluvia el olor se vuelve vegetal y enjuagado. Es el petricor. La composición de este aroma se describió en 1964 en un artículo científico. Los investigadores recogieron el vapor de agua que emanaba de las rocas tras la lluvia y lo destilaron en busca de compuestos aromáticos. Encontraron que un conjunto de aceites volátiles daba como resultado el rastro de perfume que deja la lluvia.

Las investigaciones sobre los olores de septiembre continúan. Uno de los estudios científicos más recientes y de mayor impacto fue el publicado por el MIT en 2015. Estos científicos estudiaron cómo se forman los aerosoles cuando la lluvia impacta contra el suelo. Hasta ese momento se pensaba que la mayoría de los aerosoles que están en el aire provenían del rocío marino, del choque de las olas contra el litoral, y que por eso en zonas costeras donde el mar es más fiero huele tanto a mar. El principal compuesto aromático de los aerosoles marinos es el dimetilsulfuro. También contienen sales como los cloruros, que se perciben con la lengua, haciéndonos confundir el sabor con el olor. Los investigadores encontraron que además de aerosoles marinos, que son partículas flotantes del orden de micrómetros, la lluvia también produce aerosoles de diferente tamaño y composición según el tipo se superficie de impacto y su porosidad. Estudiaron los aerosoles que producen las gotas tras impactar contra el asfalto, el pavimento o la tierra. Dependiendo del suelo que la lluvia moje, se elevarán diferentes aerosoles perfumados.

El mapa de olores de septiembre se dibuja con un trazado químico. Huele ligeramente diferente en cada paisaje. Esa mezcla de lluvia y calor macera con sutileza en el aire y en la tierra, emanando al tiempo el aroma del presagio y la nostalgia. Esas moléculas que anidan en la nariz y viajan raudas al cerebro, son la materia de la que se compone el arraigo.