La izquierda abandona el campo. Son urbanitas que no saben de dónde sale un tomate. No han cogido un azadón en su vida. La izquierda Malasaña solo quiere echarse aguacate en la tostada y abandona al pueblo. Cuidado, porque la paciencia tiene un límite y se pueden quedar solos si creen que el camino es insultar a quienes sí van a escuchar sus reivindicaciones y llevan años combatiendo los tratados de libre comercio que son una estaca en su corazón. Un sector hipersubvencionado, que recibe un tercio de todo el presupuesto de la UE, no puede pretender dar lecciones de precariedad a quien vive en la ciudad y no tiene para pagar el alquiler, hace tres horas de transporte público todos los días para ganar un salario que no le llega para comprar productos frescos y encima tienen que aguantar que les desprecien llamándoles urbanitas y flojos por no trabajar en el campo, como si ser agricultor fuera la única labor que exige esfuerzo. No sé si son conscientes, o lo son y no les importa, pero existe un sentimiento de desafección por el relato de desprecio al trabajo, el esfuerzo y la vida de la clase trabajadora urbana, que es, al menos, igual de dura que la que tienen los sectores más vulnerables del mundo rural. Estoy seguro de que al mundo rural le molestaría que les dijeran que viven de la paguita de Bruselas. Trascendamos los clichés. Este no es el camino y hay que construir alianzas.

Este tipo de mensajes hay que abandonarlos para crear sinergias de acompañamiento entre las justas reivindicaciones de los pequeños agricultores y los trabajadores del campo y los intereses de las grandes corporaciones agroalimentarias y los latifundistas que explotan a los jornaleros. El contrato tiene que ser claro, se apoyan las reivindicaciones justas, que no perjudican a los más vulnerables, y que atienden todos los intereses de las clases populares, ya sean rurales o urbanos, sin exigir medidas que beneficien solo a sectores marginales del campo para perjudicar a otros colectivos más vulnerables. No, no es tolerable pedir que se reviertan las medidas que combaten la crisis climática, ni fomentar explotaciones que consumen agua de manera desaforada en plena sequía, ni dejar de pagar más de 3 millones de jornales en la campaña de recogida de la aceituna solo en Jaén en horas extras no pagadas. Todos los fondos de la PAC son pocos para sostener un sector primario estructural, pero con unas reglas del juego claras que reviertan en beneficio en todos y cada uno de los sectores vulnerables de la cadena de producción, también para la clase obrera urbana que sirve sus productos en los supermercados. Ni un euro más para agricultores de sillón que viven en el Barrio de Salamanca cobrando subvenciones agrarias millonarias por terrenos sin explotar.

La composición de clase no suele valorarse cuando se produce una protesta sectorial como la que está moviendo al sector primario. La clase extractivista del mundo rural instrumentaliza el concepto “rural” como equivalente a clase obrera para hacerse pasar por la clase a la que explotan y cooptar un esfuerzo que solo han visto en las espaldas de sus jornaleros. El meme de Cayetano Martínez de Irujo con camisa de cuadros rojos llorando en Espejo Público sobre lo mal que lo pasa la gente del campo se convierte en símbolo si se acompaña de la patronal agraria montada en un tractor diciendo a los que no tienen para comprar tomates en la corona metropolitana de Barcelona o la zona sur de Madrid que son unos privilegiados que no saben lo que es el trabajo duro y amenazando con hacerlos pasar hambre si paran la producción. Como si no hubiera familias en el mundo urbano que ya pasan hambre con todos los productos disponibles en el supermercado. Porque el problema se llama capitalismo.

Esta composición de clase del mundo agrario no se puede obviar en el conflicto después de haberse producido un proceso de acaparamiento de tierras que ha laminado a la clase media rural hasta estratificar la composición social de manera radical y agudizar los polos de propietarios y jornaleros aumentando la desigualdad del mismo modo que en los entornos urbanos. La propiedad de las tierras y la extensión de las explotaciones es un factor determinante en lo que estamos viendo estos días porque las extensiones de la superficie cultivable se ha ido concentrando en grandes corporaciones y propietarios. El censo agrario establece que las explotaciones de menos de cinco hectáreas, que representan a más del 50% de los propietarios, solo representa el 4% de la superficie cultivable. La gran explotación (entre 70 y 500 hectáreas) representa la mayor parte de la superficie cultivada (46%). Y la propiedad latifundista (más de 500 hectáreas) acapara el 17,62% de la superficie pero tan solo supone el 0,44% de las explotación. El éxodo rural a los entornos urbanos y la política agraria común facilitaron este proceso y es imprescindible ponerlo encima de la mesa para comprender que rural no es lo mismo que clase trabajadora, en la mayoría de las veces, de hecho, es incompatible. Los rentistas y grandes propietarios son el enemigo en el campo y la ciudad.

Las protestas agrarias tienen que poseer un componente político determinado para que la izquierda se una a las reivindicaciones, y también tener claro que no puede acomplejarse y combatirlas de manera firme si se produce en un contexto de unión de intereses interclasista (ruralista) que contraponga los intereses del sector primario a los intereses de clase. No se puede ser útil a los intereses de la extrema derecha si eso se produce. Hoy, eso es lo que está ocurriendo y, cuando se produce esa confluencia de intereses contraria a los de la clase trabajadora la izquierda no puede más que oponerse de manera frontal a la estrategia de la misma manera que lo haría si en vez de una huelga se enfrenta a un paro patronal. La estrategia habitual de los sectores privilegiados es poner a combatir a unos precarios con otros, los nacionales con los migrantes y los urbanos con los rurales, para evitar que se mire al verdadero causante de los problemas de las clases populares. El capital, siempre el problema es el capital, un sistema que privilegia siempre al que más tiene, sea en la ciudad o en el campo. Si no existe esa confluencia de intereses entere las clases populares del mundo urbano y rural y en las protestas agrarias escuchan esos cantos de sirena de las oligarquías para unirse en una confluencia de intereses con los ultras y los propietarios no pueden pretender que la izquierda se ponga de su lado. Es un contrato social justo, de su mano está aceptarlo y expulsar de su lado a los enemigos de clase.