El pueblo de Cataluña vale mucho más que sus dirigentes procesistas. Aunque poco a poco muchos de ellos vayan mutando aproximándose a su delirio ignorando el pastoreo al que están sometidos por la vesania que ocupa la Generalitat. Quim Torra representa mejor que nadie la locura e irresponsabilidad del pirómano mayor de Cataluña. Cada fuego, cada incendio, cada lumbre que arde en Barcelona tiene como único responsable al president de la Generalitat.

Un incendiario que llama a la gente a salir a la calle a protestar negando cualquier legitimidad a las instituciones del Estado de las que emana su poder mientras envía a los Mossos a apalear manifestantes con el poder que esas instituciones del Estado le otorgan. Mientras, sin que a la gente que apalea parezca importarle sale a saludar a la Plaza de Sant Jaume entre abrazos y aplausos o le jalean mientras marcha junto a ellos por la AP7. Lo racional, puede que también lo visceral, sería que tuviera que correr a atrincherarse en su despacho y salir solo para huir a esconderse para siempre. No salen a la calle porque se lo diga Torra, dicen los serviles procesistas de bajo cuño en las redes sociales. Puede, pero Torra se pasea tranquilamente entre los manifestantes mientras los apalea después de mandarlos a una ratonera.

Existe un infantilismo en la izquierda que emana de sus complejos profundos con el nacionalismo. Que precisa que la demencia de un dirigente escale y concrete en un conflicto civil hasta que se derrame sangre obrera para lamentarse, y entonces sí señalar a los responsables llorando quejumbrosos porque no se hizo nada para prevenirlo. Suelen tener el perfil de izquierdistas acomplejados que temen levantar la voz para apuntar a los egregios dirigentes de quien ocupa las calles porque creen que si el pueblo está en la calle no importa el motivo y hay que estar con él. Románticos de barricada que se excitan cuando ven las calles arder sin evaluar el motivo por el que arden contenedores. Poca necedad hay mayor que llamarse progresista y ponerse de perfil ante un conflicto nacionalista segregador que se oculta bajo el manto de los derechos civiles.

Se advierte con constante frustración y escasa eficiencia que los líderes políticos tienen una especial responsabilidad cuando difunden mensajes de odio por la capacidad performativa de esos mensajes, de la influencia en la transformación concreta de esas soflamas en actos por parte de la ciudadanía menos mesurada. Eso ocurre con la extrema derecha y con los discursos posfascistas que señalan con sus palabras para que otros ejecuten en las calles. El mismo proceder opera en los alegatos nacionalistas de Torra que son igual de posfascistas que los que dicen combatir. Cada ojo vaciado, cada testículo perdido, cada cabeza abierta, cada gota de sangre que pueda llegar a caer tendrá una importante responsabilidad en los dirigentes procesistas que encarna Quim Torra con su nacionalismo enajenado. No es el único, pero sí el de mayor responsabilidad orgánica.

El presidente de la Generalitat fue el primero en traer al debate la apelación balcánica en el procés con su referencia a la vía eslovena como paradigma a imitar para lograr la independencia de Cataluña. Más allá de la sobreactuación en la reacción por el ejemplo siempre me pareció acertado, la comparación con una región rica queriendo desgajarse de sus conciudadanos más pobres es quizás uno de los pocos momentos de lucidez que tuvo el Molt Honorable President. Pero más allá de ese acierto involuntario podemos encontrar algún ejemplo con el que se puede comparar al procesismo entre los personajes y momentos previos de la conflagración balcánica.

En los años previos al conflicto en la antigua Yugoslavia se sucedieron actitudes y hechos que pueden encajar mejor en la actitud de Quim Torra sin tener que aceptar sus propias analogías. Entre 1986 y 1988 el líder serbio Slobodan Milosevic utilizó una estrategia que guarda similitudes con la actitud de Quim Torra y su prócer mesiánico en Waterloo para con los manifestantes. Milosevic utilizó a ciudadanos en manifestaciones como peones para lograr tomar el poder en Vojvodina, Kosovo y Montenegro en las denomindas revoluciones antiburocráticas sin mancharse las manos. Es lo que Francisco Veiga llamó las estructuras movilizadoras y que tenían la denominación de Vojna Linija (línea militar). Una masa de nacionalistas que Milosevic utilizaba para su plan panserbio y que consistía en llevar a masas de sus seguidores a provocar enfrentamientos en las calles que acabaran con los dirigentes no afines a su causa fuera de las instituciones para colocar a sus hombres de paja. A Milosevic le importaba poco el destino, salud e integridad de sus siervos, le importaba únicamente su visión megalómana de Serbia que no es preciso advertir dónde acabó. Quim Torra ya tiene su Vojna Linija en las calles de Barcelona, carnaza a la que incita a inflamar la ciudad desmarcándose de sus actos mientras pide prisión preventiva cuando sus propios mossos los reprimen y detienen. Porque la Vojna Linija es un medio para un fin superior, para una unidad de destino universal que bien merece derramamiento de sangre mientras no sea la suya. El pueblo de Cataluña no es para Quim Torra más que peles con el que alimentar su fuego. Su Vojna Linija. Su carne de cañón.