Si en algo nos reconocemos tras la pandemia es en la emotividad. La lágrima fácil, la risa con congoja, el temblor y el alma sensible. No importa dónde hayas vivido la crisis sanitaria, te identificas con esa sensación de intimidad despojada al admirar la emoción ajena. Los ojos de un espectador de los Juegos Olímpicos están acostumbrados a disfrutar y compartir la alegría de alguien que no conocen. Es pura empatía, sienten su frustración cuando se lesionan y lloran cuando una caída les separa de su sueño y, sí, también disfrutan de la excelencia de los deportistas y gritan con alborozo cuando ven una hazaña deportiva histórica.

Pero estos son los juegos de la vulnerabilidad y el alborozo compartido. De Simone Biles poniendo en el debate público que importa más cuidarse que ganar. De los abrazos. El contacto físico que todos hemos perdido y añoramos y que ahora son grandes arrumacos colectivos. De la sororidad, la de las nadadoras que competían con Tatjana Schoenmaker y que nadan rápido junto a ella cuando emocionada descubre que ha batido el récord del mundo. La abrazan sonriendo y celebrando un segundo después de competir y de que las derrotara. Cuatro mujeres juntas en un abrazo interminable del que todos quisiéramos formar parte. Pura belleza.

Los juegos de la humanidad desatada, de una normalidad emocional con la que todos nos identificamos. Acostumbrados a que solo se valore la competencia extrema y se ensalce al ganador alegra ver como han sido gestos de deportividad y empatía los que han sobresalido por encima del resto. Lágrimas por la derrota de un compañero y alegría por el triunfo de una amiga. Un compañerismo como el de Ana Peleteiro, que habiendo ganado su primera medalla olímpica espera junto al foso a que salte su amiga Yulimar Rojas para apoyarla y abrazarla sabiendo que podía batir el récord del mundo. Gritar, saltar con ella, arroparse con sus banderas de dos países distintos siendo las mujeres más felices del mundo. Y nosotros siendo parte de la felicidad desbordada de dos amigas estupendas.

Gestos de vulnerabilidad y acompañamiento. De cuidados, de ternura. En una competición donde se muestran las heroicidades de nuestra especie están siendo los juegos del llanto con hipo. Garbiñe Muguruza no ha ganado ninguna medalla, pero no lloró por eso. Lo hizo desconsolada al ser eliminada del doble con Carla Suárez porque no pudo ayudar a su amiga a retirarse del tenis después de haber superado un cáncer ganando una medalla. Lágrimas de frustración por no haber podido darle a su compañera el regalo que se merecía. Cómo no emocionarse con ellas e identificarse con un sentimiento que nos es más conocido y próximo que el de ser la mejor del mundo. Todos lloramos decepcionados, solo unos pocos ganan medallas. Por eso las sentimos muy dentro.

Unos juegos que reivindicar como faro moral para el futuro en un momento en el que el odio gana lugar en el espacio público. Tommie Smith y John Carlos fueron historia de los JJOO con su acción en México 1968 al subir al podio haciendo el gesto del puño en alto con sus guantes negros. El símbolo del black power de los Panteras Negras en apoyo a los derechos civiles negros en EEUU en lo más alto de un podio tras ganar dos medallas es un ejemplo de compromiso y referente para la izquierda mundial. En Tokyo 2021 hemos ido un paso más allá con el gesto simbólico de Raven Saunders, que dedicó su medalla a las personas negras y del colectivo LGTBIQ+ que se han visto oprimidas por su condición. La lanzadora de peso subió al podio y realizó el gesto de una equis cruzando sus brazos por encima de la cabeza. Al ser preguntada sobre lo que significaba ese símbolo respondió: "Es la intersección donde todas las personas oprimidas se encuentran". Un ejemplo de comunión entre las personas que sufren y son humilladas y degradadas por su condición, sea cual sea. La interseccionalidad en lo más alto de un podio de los JJOO. Y algunos siguen sin enterarse del poder que tiene la unión de las luchas de los nadie. Los esencialistas no resuelven la ecuación ni aunque les despejen la X.

Están siendo los juegos de la renuncia para que un igual también tenga lo que siempre has soñado. De compartir y de ceder. La lección de Gianmarco Tamberi y Mutaz Barshim sirve de corolario de unos juegos que han roto todas las estructuras que el orden turbocapitalista de competencia cruel e irracional que se nos habían inculcado hasta no dejarnos ver otras posibilidades. Ser el único oro es bueno, pero es mejor ser dos y subir acompañado de tu compañero a lo más alto del podio. Dejar un espacio de protagonismo para sentir a tu lado la misma felicidad que sientes. Barshim pregunta al juez si pueden tener dos oros, mira a su amigo Tamberi, no dicen nada, se abrazan y comparten la gloria. Sabe mejor. Los juegos del llanto vuelven a acongojarnos. Sonríes, te emocionas, lloras. El deporte así nos cura.