La llegada de un horror ya conocido ha provocado una ola de empatía sincera y reconocimiento del dolor de miles de mujeres y niñas afganas. Una conciencia del sufrimiento ajeno que se llama sororidad y que duele más cuando se sabe que poco o nada se puede hacer para paliar el dolor de esas mujeres que han perdido la poca libertad de la que disfrutaban para ojos occidentales, pero tenían el espejismo de un panorama de posibilidades antes ni siquiera soñadas. Estudiar, pensar, imaginar y soñar forman parte del mismo relato. Desde la lejanía del conocimiento geopolítico preceptivo reservado para los expertos, solo queda compartir las lágrimas de ese sufrimiento ajeno y extranjero que se convierte en propio.

Claro que no pueden hacer nada aquellas que solo sufren por sus iguales en Kabul, Herat o Kandahar, pero sufren. Y tú, cuñado de barra de bar, que llamas árabes a los afganos, que no conoces la diferencia entre un Tayiko y un Hazara, y qué les separa de un Pashtún Durrani, que no distingues entre los tradicionalistas, los islamistas o los uzbekos y no sabes separar entre las diferentes tribus y crees que todos los muyahidines de los 80 son talibán -escribiendo talibanes- no estás en disposición de burlarte más que de tu propia ignorancia. Solo eres un ridículo a ojos de aquellas que tienen sangre en las venas y al conocer un sufrimiento ajeno reaccionan sintiendo empatía, solidaridad o tristeza.

No es necesario tener una estrategia de alto nivel para sentir una pena inmensa sobre lo que les puede suceder a unas niñas que hasta hace una semana tenían el anhelo de libertad. No es preciso ser experto en Oriente Medio ni en lenguas iranias para llorar al recordar cómo sufrieron las mujeres afganas en los años en los que talibanes gobernaron Afganistán con rigor criminal y misógino. Las generaciones de mujeres construidas en el feminismo que hoy tienen capacidad de recuerdo se conformaron culturalmente con el monstruo talibán como el elemento principal de odio hacia las mujeres. Hace 20 años la involución forzada de la mujer afectó de manera brutal a toda una generación de feministas y jóvenes que sufren al recordar aquellas lecturas, esas cometas en el aire y esos ojos cristalinos llenos de belleza, terror y tristeza tras un burka.

No, no importa qué poco podamos hacer. Ni siquiera importa que seamos conscientes de que la capacidad de maniobra es nula en un conflicto que nos supera pero que todo el mundo cree conocer y para el que tiene una solución. Sentir forma parte de esa superioridad moral que la reacción nos ha regalado como patrimonio a la izquierda. Cómo no ser mejores si en el momento en el que millones de mujeres y niñas, homosexuales y todo aquel que sea diferente a quien ostenta el poder va a volver a sufrir un terror recordado y anclado en la cultura colectiva de una generación.

Ser consciente de la miserabilidad del mundo y reaccionar de manera empática probablemente no cambie la situación de esas mujeres. Lo sabe quien llora y denuncia mucho más que el que se burla de quien tiene sentimientos hacia ellas. Por eso llora, por la impotencia de saber que las mujeres afganas, como los niños expulsados en Ceuta, son solo piezas de intercambio en un mundo de intereses crueles.