A mi madre siempre se le llenaba la boca con la misma frase: "Hija mía, a mí cuando toque llevadme a una residencia, que no quiero ser una carga". Solía pronunciarla cuando se topaba de bruces con la realidad de casa. Esa que se traducía en que mi padre y ella, ancianos ya, se ocupaban de mi abuela materna. Una mujer que mantuvo salud de hierro hasta apenas un par de semanas antes de fallecer a los 104 años.

Mi reacción era siempre la misma. Negar esa posibilidad. Eso nunca pasaría porque yo había venido a este mundo para hacer lo mismo que ella. Cuidar y rechistar en silencio. Era lo que había visto en casa. Y una residencia era un parking de viejos abierto las 24 horas. Eso solo lo hacían los malos hijos. Los sin corazón, los inconscientes. Y yo no era de esas.

Y cuando tocó, la boca se nos quedó pequeña a las dos. Ella ya no quería ir y yo no encontré una opción mejor para darle a sus últimos años cierta calidad de vida. Porque el que diga que la vejez es maravillosa, miente. El que diga que el papel de cuidador es un regalo, es porque aún no ha llegado a ese momento en la vida en el que te toca ponerle un pañal al hombre o a la mujer que te enseñaron a caminar y a montar en bici.

La vejez de los padres tiene, sin embargo, algunas cosas buenas. Una de las mejores es la manera en la que aniquila tus prejuicios. Tus frases sentenciosas, tus "yo nunca haré". Escuchas a los demás hablar y opinar sin que les hayas pedido parecer, y piensas: "Bueno, ya te tocará. Y luego me cuentas".

Una residencia de ancianos es un sitio donde el tiempo siempre pasa muy despacio. Donde se producen situaciones hilarantes, dolorosas, donde se mezclan conversaciones sin ningún tipo de coherencia, donde huele a viejo y a desinfectante. Es un sitio donde se hace familia. Entre los residentes, entre sus familiares, a los que una mirada nos basta para saber lo mucho que tenemos en común.

La pandemia nos amputó las costumbres. A los de dentro les dejó sin la visita diaria, sin el trajín de las idas y las venidas, el café de media mañana, la charla de la hora de la merienda. El mundo concentrado en una habitación de escasos metros cuadrados. El miedo por no entender a qué venía ese cambio radical en la cotidianeidad.

Mientras, a los de fuera nos invadió la culpa. La de las veces que lamentamos tener que cargar con la visita diaria. La de veces que dedicamos el tiempo de una consulta en Atención Primaria porque, total, volveríamos al día siguiente. La pereza, el hastío, preguntarnos cuánto tiempo duraría esa etapa de nuestras vidas y a cuántas cosas tendríamos que renunciar.

Y el mundo se paró. Y dejé de ver a Pepita y a su collar de perlas. Y a Edmundo esperando siempre en la puerta a que llegara su mujer a verle. Y a Esperanza, con la que me comunicaba con la mirada mientras ella acariciaba la mano de su madre y yo hacía lo propio con la mía.

Hoy hace exactamente nueve meses que vi a mi madre por última vez. La recuerdo flaca, ya muy enferma, pero con las mismas ganas de siempre de beberse de un trago un café con leche ardiendo. Ese día decidimos, porque el destino así lo quiso, mandar a paseo la enfermedad, la diabetes y otras restricciones y se comió un churro. Ese fin de semana decidí darle la chapa como sólo yo sabía y advertirle del coronavirus. "Por eso no te traigo a los niños", le dije. Ella asentía con la cabeza pero evidenciaba sin disimulo alguno que lo que le importaba era no dejar ni rastro del desayuno.

Nueve meses después yo ya no tengo nadie a quien visitar en esa residencia a la que acudí a diario durante más de tres años. Me cuentan algunos de los que siguen yendo que nada se parece a lo que yo conocí. Que aquello huele a tristeza, a soledad y ya no se escuchan los chistes de los auxiliares. Hasta el virus se ha cargado el olor a viejo y ahora solo queda el desinfectante. Y las visitas, programadas, con día y hora, parecen escenas de ciencia ficción.

Todo se parece mucho a la imagen que están viendo. La distancia, la mampara, los objetos de por medio. Las conversaciones han perdido brío y no es por falta de ganas; es el deterioro cognitivo (por no hablar del físico) el que ha hecho eficazmente su trabajo tras tantos meses de encierro. También hay miedo a los reencuentros, a reconocer a ese padre o a esa madre, a esos abuelos, a los que viste por última vez hace demasiadas semanas.

Y la Navidada la vuelta de la esquina, con la cabeza en pleno ciclo de centrifugado mientras dudas de si es o no buena idea que salgan del centro para comerse el langostino de todos los años. Porque nunca se sabe e igual es el último. ¿Pero y si el virus vuelve a entrar a la vuelta y hace de las suyas, como lleva haciendo desde que existe?

Ojalá, de todas las preguntas que uno se plantea, ésa fuera la mía. Ojalá la mampara, el diálogo chanante y el gel hidroalcohólico fueran el mayor de los problemas.

Ojalá.