La sala de espera de urgencias de la Fundación Jiménez Díaz estaba a rebosar aquel sábado de mayo. Los carteles indicaban, de manera respetuosa pero nítida, las normas de seguridad que reinaban en aquellos metros cuadrados. El espacio de seguridad entre asientos, el uso obligatorio de mascarilla, la prohibición de menores de 14 años y una petición. Que en la medida de lo posible, el paciente no estuviera acompañado, salvo en casos de extrema necesidad.

A eso de las nueve de la noche llegaron ellos. Una pareja con la mayoría de edad recién estrenada. Guapos, rotundos, dejaban tras de sí un ligero olor a perfume de gama media. Ella iba vestida de gris, con una especie de chándal de sábado, zapatillas de deporte con plataforma infinita y las uñas de color azul Klein tan brillantes como la funda de su teléfono móvil. Destacaban ambos entre las ojeras, el cansancio y el dolor del resto de la sala.

"¡Pero si sólo he comido arroz y filetes!", apuntó ella dándose un golpe de melena mientras su novio narraba por teléfono lo ocurrido. Mientras esperaban a que un médico revisara el enrojecimiento de aquellas piernas jóvenes y robustas, él desapareció de la sala. A los pocos minutos apareció con un refresco de naranja para su novia. Él ya tenía abierta una lata de color negro que bebía, sin duda, no por primera vez.

Yo no sé a qué sabe una de esas bebidas energéticas porque no he probado ninguna y porque mantengo una posición muy conservadora con respecto a lo que meto en mi estómago. Me manejo con seguridad en el vino, el agua y lo que denomino bebidas de abuela, llenas de ceros. Cero azúcar, cero cafeína, cero alegría de vivir. Y poco más.

Hace mucho escuché en la radio que una de esas latas estrechas y alargadas eran un chute (de los malos) para el cuerpo. Unos cuantos cafés solos y otros tantos terrones de azúcar en apenas un puñado de centilitros. Me prometí a mí misma que eso no entraría en casa.

Ayer la Agencia española de Seguridad Alimentaria y Nutrición alertó del uso y el abuso de este producto en nuestras neveras y en nuestras vidas. De cada diez latas de bebidas energéticas que se adquieren en España siete las toman menores de edad. "En mi clase las lleva un montón de gente para la merienda", me advirtió mi hija, a punto de cumplir 14 años, mientras ambas escuchábamos al ministro de Consumo, Alberto Garzón, desgranar las conclusiones de informe de la Aesan.

Garzón es un tipo que transmite el mismo carisma que las bebidas cero cero que pueblan mi despensa y es una pena, porque lo que se trama en su ministerio tiene más incidencia en nosotros que los indultos con los condenados para el Procés.

En las redes sociales la chufla tardó poco en salir. Adultos con ganas de guasa se mofaban del asunto, temerosos de que fuera el ministro a castigarles por beber en la calle, o advirtiendo de la necesidad del chute para planchar de madrugada, que es la opción que nos queda si queremos ahorrar con la nueva y abusiva factura de la luz.

Lamentablemente el asunto da para poca broma. A la escasez de tiempo y ganas para leer las etiquetas de lo que compramos se añade un precio asequible para el común de los precarios. Una mezcla explosiva envuelta en una lata con diseño de Too fast too furious.

Centilitros para soportar el peso de la vida, la fatiga pandémica y lo que se nos ponga por delante. Normalizar la porquería en nuestras venas y en las ajenas. Tanto, que el 16% de los niños de 3 a 10 años también las toman y el 16% de los adolescentes y jóvenes que las beben las mezclan con alcohol.

¿Consecuencias? Bah, fruslerías. Para empezar, reducción de las horas de sueño e incluso insomnio. Ayer los responsables del informe dejaron claro que pasarse de dosis puede derivar en problemas cardiovasculares, como taquicardias y arritmias, hematológicos, neurológicos y de comportamiento, como sobreexcitación y cuadros de ansiedad o depresivos.

Se me mezcla la presentación de este informe, a la que se pocos hicieron caso, con las advertencias que hacía este fin de semana el gerente del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. En las últimas semanas están atendiendo una media de cuatro intentos de suicidio entre niños y jóvenes al día, mientras que antes de la pandemia estos cuatro casos se daban a la semana.

No digo que una cosa lleve inevitablemente a la otra. Sólo que tenemos ahí un contexto con pinta de polvorín. Una población joven a la que sólo hemos hecho caso para demonizarles y castigarles por su comportamiento en pandemia. Niños a los que atiborramos de porquería a precio de saldo de manera inconsciente (espero) y adolescentes que languidecen ante el futuro que les espera.

Aquella historia de urgencias, por cierto, fue breve y leve. El diagnóstico de aquellas piernas estaba claro: urticaria provocada por algo, no se sabe qué. Una pomada y a casa. A ella me la imagino ahora con otro color de uñas. A él, me temo, enfrentándose al martes y a los exámenes de esta época con otra de aquellas latas. Es lo que tiene normalizar el chute.