No fueron una vez, sino dos, las veces que Santiago Abascal aprovechó su presencia en la tribuna del Congreso de los Diputados para afear un gesto. Un ademán que le parece, cuanto menos, innecesario. Se lo dijo al presidente del Gobierno y al líder de la oposición, ése que después de abrazarle hace unos meses para formar gobiernos regionales le apuñaló por la espalda no una vez, sino dos.

"Estimados Pedro, Pablo (es un decir), lo que os gustan los aplausos. Cómo os encanta el paseíllo de los vuestros, la palmadita en la espalda. Así de alimentado tenéis el ego, criaturas. Nada que ver conmigo, claro. Yo soy un patriota serio, seguro de mí mismo. Yo no necesito estas lisonjas”, piensa Santiago y cierra España, con esa chaqueta siempre prieta, una talla menos para que asome ese pecho palomo. Y un nuevo peinado inquietante, con su caracolillo y todo, de protagonista de letra de copla.

Hay un gesto característico en la derecha más tradicional, un rasgo de la España más castrense, que consiste en esconder los afectos. No es tanto que no sientan ni padezcan, se trata de reducir abrazos, besos. Es, como los aplausos al líder, una imagen innecesaria. Ven en ello algo ordinario, con su punto hortera, propio de gente blandengue.

Como si abrazarse en público, no digamos besarse, atentara contra los valores en los que fueron educados y hasta en las mismísimas raíces cristianas en las que se fundó Europa. Basta, créanme, con observarles un rato. La distancia social heredada de la pandemia le viene de perlas a Vox. Un partido construido a base de ley y orden, mano dura, pistola al cinto si fuera preciso, la justa dosis de empatía para con el prójimo.

Que pinta una España llena de sombras, inmersa en las siete plagas del apocalipsis, por culpa de rojos, feminazis y maricones. La dictadura progre a la que ridiculizan mientras la intentar combatir. Lo suyo lo dejaron claro desde el primer Vistalegre. Menos impuestos, menos “feminismo enloquecido” – qué gran hallazgo de Ignacio Garriga-, menos okupas, menos menas y menos pateras. Más misantropía y más España.

Lo de mostrarse vulnerable, el puntito sentimental, como mucho en casa. Todo de puertas para adentro y con los niños dormidos. No vaya a ser que los vecinos murmuren. La moción de impostura, como la definió Casado, nos dejó una imagen para el recuerdo. Santiago Abascal, ya ex candidato a la presidencia del Gobierno, sale del Congreso y antes de enfilar la carrera de San Jerónimo a ahogar sus penas en sol y sombra, se deja querer. Manda a paseo todo lo dicho, todo aquello en lo que fue educado en casa, todo aquello que memorizó del maldito argumentario, y se deja mimar.

Pero es que le aplauden tanto… y a quién no le gusta que lo alaben. Y más después del resultado de la votación. Algo así se esperaban los suyos, pero lo de Casado… eso sí que fue una traición. Con esa carita de bueno que se gastaba el pipiolo, con lo moderado que parecía, con lo convincente que resultó su partido para formar gobierno en Andalucía primero y en Murcia y Madrid después… Un golden retriever convertido en dóberman. Quién se lo iba a decir.

Por eso, ahora toca desestresarse. Es más, que levante la mano aquel al que no le guste sentirse querido; incluso jaleado. Y ahora, una vez pasados estos dos días, con el orgullo tocado y hundido, con las orejas gachas y el pecho menos henchido, agradece el calor de los suyos. Y, aunque sólo por unos segundos, se pone en la piel de sus rivales.

"Cómo os entiendo, Pedro, Pablo. Con las semanas tan malas que llevo, entre virus chinos, Soros como amenaza planetaria y Europa convertida en la Unión Soviética… ¡si hasta sueño con Steve Bannon! Qué bien sientan estos aplausos. Si hasta me veo más alto, más guapo, más líder que nunca”, se dice a sí mismo, cuando nadie le ve.

Reconoce que, en el fondo, eso de llorar lo convierte en humano. Recuerda que a punto estuvo de conseguirlo uno de los suyos el miércoles, al mencionar a su padre durante su intervención. Un minuto en el que ambos, Iván y Santiago, dejaron por un momento el ruido y la furia y parecieron cualquiera de nosotros. Simples mortales a los que le conmueven la memoria y las ausencias.

Y tras ese minuto, lo de siempre. Volver a recordar a los presentes que solo 52 asientos están ocupados por gente de bien. No como el resto, que no solo no saben vestir, es que ni siquiera disimulan. En un hemiciclo de patulea infecta, como le gusta decir a Losantos, en el que es cada vez más difícil respirar, insiste Abascal, mientras enfila la calle, raudo y veloz, en busca del coche que le lleve de vuelta a casa. Necesita un abrazo de los suyos. No hará falta que lo pida. Para eso está la familia.

Aunque al día siguiente, cuando vaya a la radio, no contará este detalle irrelevante. Optará por el disparo y dirá, entre otras perlas, que mientras él era concejal en Llodio, Casado se encargaba de llevarle el maletín al ex presidente del Gobierno. Emociones, las justas. Dentelladas, las que hagan falta. Debilidad, en casa.