Cuentan que la joven Eco era una ninfa condenada a repetir su última frase eternamente en una cueva y que se enamoró de Narciso, un joven incapaz de querer a nadie porque estaba enamorado de sí mismo. Narciso la rechazó y por este motivo fue, a su vez, condenado a mirar su reflejo eternamente en un río.

Cuevas y ríos son hoy nuestros espacios virtuales, nuestras condenas identitarias. Imágenes de nosotros mismos y discursos repetidos en una caja de resonancia; tan solo queremos leer aquello con lo que "estamos de acuerdo", eliminando así cualquier posibilidad de encuentro real, cualquier aprendizaje. Estamos tan llenos de nosotros mismos, tan absortos en nuestro propio reflejo, que no hay espacio para nada y para nadie más, en la literalidad de nuestra propia imagen.

Hemos rechazado la duda, el no saber, hemos denostado el riesgo que supone el amor, lo desconocido, la otredad, en favor de un lugar seguro, de un espacio en el que siempre tenemos la razón. Siempre queremos ganar, siempre queremos quedar por encima de alguien, siempre queremos el poder que nos otorga estar en "el lado correcto", siempre queremos que nos aplaudan, que nos reconozcan como las personas más listas, las más rápidas, las que son capaces de herir de manera más certera; venga otro 'zasca', dilo Reina, siempre compitiendo, de un team o de otro, a favor o en contra, está bien o mal.

Hoy el éxito consiste en no hablar jamás de la suerte, de la suerte que es tener éxito, que no es solo fruto del esfuerzo, qué va, que hay mucha gente que se esfuerza mil veces más que tú y jamás tendrá la fortuna que tienes tú. Hoy el éxito se construye haciendo desaparecer cualquier atisbo que no tenga que ver contigo mismo, con tu talento, con tu excepcionalidad, con tu brillo, con necesitar de alguien. El éxito como un camino individual, una odisea que te enfrenta al mundo, tú contra el mundo pero sin el mundo.

Tal vez estemos condenados a esto porque esto es el ser humano, porque igual que nos volvemos adictos a las máquinas tragaperras, al amor, a la religión, al horóscopo, a los realitys, a la comida, al deporte, al control, a los ansiolíticos, a las historias, también nos volvemos adictos a la razón.

Jamás nos desbordamos del 'yo', porque eso sería reconocer nuestro propio fin. Quizás, todo esto, no sea más que una especie de ensoñación de inmortalidad. Creer que importamos, que nuestras sentencias son verdaderas, que lo último que decimos ha de ser repetido como si fuéramos mesías, que no tenemos otros rostros con los que compararnos porque nos estamos mirando en un espejo vacío.

Hacerse fan de uno, seguirse uno a uno mismo y en esa unicidad, acabar con el mundo.