De joven siempre quise que me vendieran la moto, fuera o no fuera verdad, yo quería ser lo único para la otra persona, desear que lo especial de la relación pasara siempre por la exclusi-vidad, porque el mundo desapareciera para el otro y solo quedara yo. Nada más.

Yo, lo más im-portante, por lo que alguien estaría dispuesto a darlo todo. Esta fantasía de unicidad estaba anclada en una evidente herida del abandono. Necesitaba que vinieran a recoger, que me lleva-ran, descansar de mí mismo, estar completo al fin y desplazar la angustia de la soledad, necesi-taba que alguien me viera por dentro, que me «conociera» para «reconocerme», que al compar-tir ese lugar, mi lugar, eso que no mostraba a nadie más, no saliera huyendo, que aceptara esa parte de mí que ni yo mismo era capaz de aceptar, que amara el lado que yo detestaba y que ni siquiera me atrevía a nombrar o a mirar.

Así es, siempre pensé que me abandonarían incluso antes de tenerme, como una especie de sombra alargada, de premonición inscrita en mi ADN, sentía que yo no merecía que nadie se quedara. Por eso siempre escogí personas que me hicieran dudar de si me iban a elegir o no. Hombres misteriosos, con mucho «mundo interior», sobre los que tenía que imaginar, que po-ner todo, porque allí solo había monosílabos, un paisaje en blanco para proyectar mi deseo, también para salvarles de lo que «no sabían» pero que yo sí que sabía, con toda mi soberbia intacta.

Siempre me fijé en personas que no me proporcionaban ninguna seguridad para que yo pudiera confirmar en esa incertidumbre, en la ambivalencia eterna, que nunca era lo suficiente. ¿Ves? Es que no soy lo bastante guapo, o delgado, o listo, no soy lo suficiente nada para que la otra persona decida que soy lo mejor, siempre había alguien que podía superarme en cualquier cues-tión, mira qué espalda, mira qué gracioso, mira qué divertido, mira todo lo que no soy yo, todo lo que puede ser amado.

Ahora, pasado el tiempo, después de repetir una y otra vez la misma película, he descubierto que me da pereza tener que fingir que no hay nada más o que soy lo único para el otro. No es así y de hecho no quiero que sea así. Lo que quiero es que los demás puedan ser conmigo, que conserven secretos, que tengan un espacio grande que no me incumbe, que puedan leer, ir al cine, desear a otras personas, sin contar en todo conmigo.

No necesito que nadie me prometa fidelidad eterna; de hecho, no necesito que nadie me prometa nada, lo único que necesito es que me acompañen porque quieran hacerlo, un alguien con el que poder explorar la intimidad, con el que poder hacer mundo de una manera un poco distinta, un poco especial, pero no alguien que sea mi mundo porque mi mundo es muy grande y está lleno de muchas otras cosas y muchas otras personas.

Ya no necesito que los demás encajen en mi idea de cómo deberían ser las cosas. Prefiero ob-servar y aprender de quien no es como yo, de quien puede estar vivo más allá de mí, de quien se va, a veces, pero también regresa, otras veces.

No hay nada que vender, todo consiste en ser y dejar ser.