Una de las cosas que me gustan de España es que tenemos una relación bastante sana con el alcohol. Al contrario que muchos países de nuestro adorado Norte, que interactúan de una manera muy destructiva con el beber (esa gente que se emborracha para caerse al suelo y/o cosas peores), nosotros tenemos, culturalmente, una convivencia cordial con el etanol. En España se concibe beber poco, con ánimo de disfrutarlo... y hasta poder llevar a los niños a los bares, porque los padres no nos mamamos hasta perder la compostura. Casi nunca.

Al principio del confinamiento he de reconocer que bebía mucho más de lo normal, que la verdad es que era muy poco. Dejé de hacerlo rápido porque el encierro iba a ir para largo y había entrado en la fase 3 de la escala Massiel, pero el otro día me di cuenta de un detalle: llevaba sin tomarme una copa fuera de casa desde febrero. Por aquello de ser padre y pluriempleado salgo de noche lo mismo que el Cardenal Ratzinger, casi ni para cenar. Como ya os digo que hago vida monacal no era un detalle en el que hubiera reparado, pero era demasiado tiempo. No pienso salir de cañas hasta que pasen unas semanas, que no me da la valentía para tanto, pero ayer fui a cenar con tres amigos. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la desescalada.

La cena bien, pero el primer gintonic... eso fue inmejorable. Es posible que en ese momento no ocurriera lo que voy a relatar, pero en mi cabeza fue así. Agarré la copa como Casillas el trofeo del Mundial, lo levanté entre firme y poderoso y le di un traguito. Qué traguito, señoras y señores. Del cielo llovieron confetis, sonó We Are The Champions, me golpeé el pecho y grité para mis adentros que me lo merecía, como Míchel en el hat trick a Corea del Sur en Italia’90.

Los siguientes embates al vaso fueron la vuelta de honor y si un periodista me hubiera preguntado en ese momento, le hubiera agradecido a la afición por haberme apoyado siempre durante el confinamiento y a mi familia, por ayudarme en los momentos más duros. Y dejaría claro que a partir de ahora entrenaré duro en el mundo de los gintonics para que el míster vuelva a contar conmigo otro día que pueda salir.

Una de las cosas buenas de la vuelta paulatina a la nueva normalidad es redescubrir como extraordinarias cosas que teníamos a mano cuando queríamos. No fue cenar fuera, ni la terraza, ni salir: fue ese puto gintonic. Del Mundial de 2010 todo el mundo se acuerda del gol de Iniesta, pero para mí el instante mágico fue cuando Casillas le paró el penalti a Paraguay en cuartos de final. Pues si este confinamiento ha sido una Copa del Mundo, para mí El Momento fue ese gintonic.

Lo bueno que tienen los gintonics y la nueva normalidad es que me voy a beber unos cuantos antes de que volvamos a ganar un Mundial (al paso que va la burra futbolística, puede que miles), y aunque ninguno volverá a ser como festejar a Casillas atajando el tiro de 11 metros de Óscar Cardozo, también puede que sea verdad que, igual que ver el fútbol ya no es como antes de que ganáramos el Mundial, tomarme un gintonic será otra cosa para siempre. Otra cosa mejor.