Los lineales del supermercado se parecen cada vez más a un laboratorio. Leche con omega-3, yogures con colágeno, cereales con zinc, aguas con magnesio, barritas con probióticos, galletas con fibra, panes con hierro. La lista no para de crecer. Si uno no va con el radar bien afinado, parece que todo lo que no esté "fortificado" se queda cojo, incompleto, poco sano. Pero, ¿de verdad lo necesitamos? ¿O nos están vendiendo vitaminas con azúcar y salud con envoltorio?

Estamos asistiendo a una nueva era en la industria alimentaria: la de los productos funcionales 2.0. Ya no basta con comer. Ahora hay que comer con propósito. O al menos eso dice el marketing.

La fortificación de alimentos no es nueva. Desde hace décadas se añade yodo a la sal para prevenir bocio, ácido fólico a las harinas para evitar defectos del tubo neural, o vitamina D a la leche en países con poco sol. Son estrategias de salud pública con respaldo científico, aprobadas por organismos internacionales. Pero una cosa es cubrir déficits poblacionales reales, y otra bien distinta es convertir cada bocado en una cápsula nutricional innecesaria.

El fenómeno del "más es mejor"

Vivimos en una cultura de excesos también en lo nutricional. Hemos pasado del "que no me falte de nada" al "cuanto más, mejor". Y ahí es donde los productos fortificados encuentran su nicho. Nos prometen energía, inmunidad, belleza, rendimiento… con solo abrir una tapa. El mensaje es claro: no importa si no comes verduras, este batido ya trae las vitaminas; no hace falta cocinar pescado, este panecillo lleva omega-3. Es cómodo, suena bien, pero tiene trampa.

Porque la mayoría de personas sanas que hacen una alimentación variada no necesitan esos añadidos. La vitamina C que lleva ese zumo enriquecido probablemente la vas a orinar en unas horas. El colágeno que contiene ese yogur se va a descomponer en aminoácidos igual que cualquier proteína. El zinc del batido, si ya llevas buena dosis diaria, no va a hacer que tengas superpoderes. Y sin embargo, todo eso te lo cobran como si fueran oro molido.

Fortificados… pero ultraprocesados

Lo que más me preocupa no es solo que muchos de estos productos fortificados sean innecesarios, sino que suelan ser ultraprocesados. Es decir, alimentos que llevan muchos ingredientes, con baja calidad nutricional, pero disfrazados de saludables por el marketing de los nutrientes. Pan de molde con fibra pero con azúcar, bollos con calcio pero con grasas malas, cereales con hierro pero con 25 gramos de azúcar por cada 100. Es el efecto "lavado de cara" que confunde al consumidor.

Y esto no es casualidad. La industria sabe que el mensaje de salud vende. Especialmente en un contexto donde las personas están cada vez más preocupadas por su bienestar, pero no siempre tienen el tiempo, la energía o los conocimientos para leer entre líneas. Un claim como "con vitamina D" tiene mucho más impacto que una etiqueta con 17 ingredientes impronunciables.

¿Hay espacio para los productos fortificados?

Sí, lo hay. Pero como herramienta, no como excusa. En ciertos contextos, un producto fortificado puede ser útil. Por ejemplo, en personas mayores con poco apetito, en embarazadas, en pacientes con restricciones alimentarias, o en entornos donde no se cubren las necesidades básicas. También en casos concretos de deficiencias diagnosticadas. Pero no debería ser el comodín generalizado para todos los públicos.

La clave está en el matiz. No es lo mismo un pan integral con hierro añadido que una galleta con vitaminas y 10 gramos de azúcar por ración. No es lo mismo un yogur natural con calcio extra que un postre lácteo con colágeno y edulcorantes. Y sobre todo, no es lo mismo comer nutrientes que tomar alimentos. No olvidemos esto.

Volver a lo básico (que no vende tanto, pero funciona)

Una dieta rica en frutas, verduras, legumbres, frutos secos, aceite de oliva, pescado azul, huevos y productos integrales sigue siendo, a día de hoy, la mejor forma de nutrirse. Sin etiquetas brillantes ni colorines en el envase. Sin promesas de belleza en 10 días ni inmunidad exprés. La comida de verdad no necesita campañas de marketing, necesita educación.

Y ahí es donde está el verdadero desafío: educar, formar, explicar. No solo decir qué comer, sino por qué. No solo señalar lo que es "malo", sino dar herramientas para elegir mejor. Porque si el consumidor no sabe interpretar, seguirá cayendo en la trampa del nutri-marketing. Y seguirá comprando salud envasada, sin darse cuenta de que ya la tiene en su nevera… solo que sin envoltorios.

¿Y ahora qué?

Estamos en una etapa en la que toca replantear muchas cosas. La fortificación inteligente, basada en ciencia y con propósito real, tiene su lugar. Pero lo que no puede ser es la nueva excusa para seguir comiendo productos de baja calidad solo porque les han añadido algo "bueno".

Ojalá en la próxima década hablemos más de educación alimentaria que de claims de producto. Ojalá los productos fortificados no sean el parche para una dieta pobre, sino el complemento puntual en situaciones específicas. Y ojalá aprendamos que, a veces, lo que más nos nutre… no viene envasado.

Porque, comida, vamos a llevarnos bien, pero sin trampas. Que el envoltorio no te engañe: la salud no se compra, se cocina.