Julien Blanc es un autor desconocido para la gran mayoría. Sus libros no han superado las dulces fronteras de las obras de culto aunque, en su día, fuese celebrado por Albert Camus y Simone Weil. La calidad humana que desprenden sus escritos nos da una idea del fondo que acompañó a este hombre durante toda su vida; una vida corta e intensa en desgracias. Una vida perra. Sus memorias están siendo publicadas en castellano por El paseo, la editorial sevillana que juega con Marcel Proust en ese río del tiempo que es el Guadalquivir.

Julien Blanc se quedó huérfano demasiado pronto. Su herida empezó a abrir siendo un micurria, pasando por colegios donde los golpes formaban parte de la educación religiosa. Los abusos sufridos en sus propias carnes no se limitaron a los azotes en el culo, no sé si me explico, pero en estos días navideños me ha venido a la cabeza el recuerdo de Julien Blanc.

Porque nuestra mitología cristiana ha sido interpretada desde la sordidez, desde el castigo y el pecado, desde la culpa, el sacrificio y demás categorías atroces que en nuestro país se acentuaron todavía más tras el golpe del 36 que desencadenó la Guerra Civil. Ya sabemos que además del rencor y la venganza simbolizados en cada paredón y en cada cuneta, la posguerra trajo el hambre y la necesidad envueltas en el sudario negro del nacionalcatolicismo. Por eso es muy difícil no identificar estas fechas con aquellos días.

Sólo desde la inocencia de los más críos se pueden celebrar estas fiestas plenamente. Yo, que sufrí los golpes y los castigos de una educación que te ponía de rodillas, brazos en cruz, cara a la pared, mirando un crucifijo, no puedo evitar la ardentía en el estómago cada vez que llegan las navidades. Imagino que a Julien Blanc le ocurría lo mismo que a mí y que a tantos otros. Tal vez, por eso vino a España a batirse contra el fascismo y por un estado laico. Condujo ambulancias y estuvo del lado certero de la Historia, el del Pan y la Libertad, el de Durruti, Ascaso y García Oliver. Pero no vayamos tan lejos.

En la primera entrega de sus memorias, Julien Blanc termina sus días en el ejército colonial francés como voluntario. Necesitaba techo, comida y un dinero, por eso se alistó. Pero acabó desertando cuando vio todo lo que se cocía alrededor de la institución bélica; la doble moral y sus orgías, el abuso carnal de los superiores hacia los soldados, el olor a pólvora que tapona las narices sensibles a la violencia gratuita e ilegítima de un ejército cuya verdadera misión no es otra que defender el Capital.

El nervio de la guerra es el oro y Julien Blanc no estaba dispuesto a entrar en conflicto bélico ni por todo el oro del mundo. Llevó una vida perra, pero nunca rompió el hilo de ternura que le unía a la humanidad en la búsqueda de la utopía, ese lugar al que nunca se llega, aunque no por ello se debe abandonar el camino que nos conduce a ella.