Según los datos publicados por el CEO, Centre d’Estudis d’Opinió, la popularidad de Torra y Puigdemont cotiza a la baja. Nadie quiere sacarlos a bailar. Será por los pisotones que pegan.

Están valorados por debajo, incluso, que el diputado de las CUP Carles Riera. El actual President de la Generalitat, Quim Torra, obtiene un 4'53 y el habitante de Waterloo Carles Puigdemont un 4'65. No llegan ni al aprobado justito. Y no será porque el enorme aparato propagandístico del que disponen no haga lo imposible para colocarlos en el epicentro de la vida política catalana. Pero ni así. Desde su celda, Oriol Junqueras, el líder de Esquerra, les pasa la mano por la cara con un cómodo 6'37 por ciento de aprobación entre los encuestados; pasmo entre los pasmos, la también dirigente republicana, actualmente en Suiza, Marta Rovira, aprueba con un 5’37.

Como sea que estas cifras complacen poco a los actuales dirigentes neoconvergentes, la repercusión mediática que han tenido en Cataluña ha sido escasísima. No es extraño, porque, con la fragilidad que suelen tener todas las encuestas, indican una tendencia palpable desde hace tiempo, y es que el electorado separatista aprecia mucho más la actitud de Junqueras al quedarse y dar la cara, que la de Puigdemont, con una fuga vía maletero hacia el paraíso de los mejillones con patatas fritas.

En el Parlament, en las declaraciones que se cruzan a diario, incluso en los reproches que el mismo Jordi Sánchez lanzaba a Esquerra por no querer ir en una lista conjunta con los neoconvergentes, se palpa el tremendo divorcio, el abismo que reina entre los socios de gobierno catalanes. Hace tiempo que las relaciones entre Junqueras y Puigdemont se fueron al garete. Digámoslo claro: no se soportan el uno al otro. Y Torra mantiene, a pesar de su discurso jesuítico de sermón dominical, la misma animadversión hacia los republicanos. Para su gusto son demasiado rojos, demasiado de izquierdas, demasiado todo.

Torra es el perfecto representante del post pujolismo, reuniendo en su persona los grandes rasgos ideológicos del que fuera patriarca del nacionalismo contemporáneo en Cataluña: ultra nacionalista, separatista, católico a machamartillo, conservador en todo, antiabortista, anti comunista, anti izquierdista y supremacista. Añadamos otro, que no es baladí: el pancatalanismo. Cree a pies juntillas que está destinado a los mayores logros, a proclamar la independencia, que el 1-O fue una especie de mandato divino y que vive en una república catalana proclamada, aunque ilegal. Suena increíble, lo sé, pero es así.

De ahí que su conducta sea la que es, moviéndose entre la irrealidad y el cortoplacismo, de la no gestión del día a día, que le provoca una gran repulsión, a las grandes frases. Porque Torra, como literato y editor, es devoto de las palabras y nada dado a gobernar una Generalitat que los suyos dejaron en bancarrota, endeudada y dependiente de los fondos del FLA del estado, ay, para poder pagar nóminas.

A Puigdemont, su mentor en la distancia, y a Torra nadie quiere sacarlos a bailar porque saben que son muy torpes. Ahora lo que se lleva es el twist, ese ritmo endiablado que precisa de no poca cintura y agilidad. Nada de rígidas polcas o rigodones. ¿Quién ganará este concurso de bailarines? Difícil, hasta ahora ha sido cuestión de pura de resistencia, como en la película 'Danzad, danzad, malditos'. Es cosa de ver quien queda en la pista cuando la música deje de sonar. De momento, Torra baila solo.