Conocí a Cristina Quintana en 1998. Su hija Rosana Maroto tenía 21 años cuando desapareció, el 25 de junio de aquel año mientras paseaba en bicicleta por un paraje de Valdepeñas (Ciudad Real). La joven, estudiante de Historia del Arte, acababa de iniciar sus vacaciones. Cristina me atendió varias veces en su casa, porque ella asumió el papel de hablar con los periodistas que se interesaban por la desaparición de su hija en una época en la que no había protocolos policiales, ni asociaciones de desaparecidos, ni nada similar y porque al padre de Rosana le costaba hasta mantenerse en pie cuando hablaba de su hija. Cristina, siempre entera, siempre fuerte, siempre digna, me repetía con frecuencia una frase que he tenido presente desde entonces cuando he hablado con familiares de desaparecidos: "Nosotros sufrimos cada día, cada día es como si nos matasen a nuestra hija, nunca podemos abrir el duelo y, mucho menos, cerrarlo". Cristina decía claramente que sentía envidia de las familias que habían sufrido el zarpazo de la violencia, pero habían podido enterrar a sus hijos. En la mesa de su comedor, junto a una foto enmarcada de su hija –la misma imagen que se hizo viral cuando ni siquiera existía ese término-, aceptaba, a las pocas semanas de su desaparición, que Rosana estaba muerta, que alguien la había asesinado y había querido multiplicar el daño ocultando el cadáver.

Los padres de Rosana tardaron cinco años en poder abrir el duelo y no sé si ya lo habrán cerrado. En el año 2003, Gustavo Romero Tercero, un psicópata de manual, un asesino que ya cargaba con las muertes de Ángel Ibáñez y Sara Dotor, una pareja de novios de Valdepeñas, reveló el pozo al que había arrojado el cuerpo de Rosana. La Policía había encontrado en la mochila de la joven, hallada días después de la desaparición, restos biológicos que coincidían con el perfil genético de Romero, un tipo "con la misma expresividad en los ojos que un tiburón", según la descripción que hizo de él una persona que le entrevistó en prisión.

Juan y Luisa no han podido abrir su duelo. Su hija Cristina Bergua desapareció el 9 de marzo de 1997, cuando tenía dieciséis años. De Pitu, como la llamaba su familia, no se ha sabido nada desde hace 22 años, más de dos décadas en las que Luisa se ha encargado de mantener la habitación de Cristina tal y como ella la dejó: sus muñecos y hasta su ropa sigue en los cajones como si el tiempo se hubiese detenido en esa casa de Cornellá el día que la chica salió por la puerta. En la misma cama que Cristina durmió por última vez el 8 de marzo de 1997 duerme ahora, de vez en cuando, su sobrina, la nieta de Luisa y Juan.

El dolor fue, para los padres de Cristina Bergua, el acicate que les impulsó a crear Inter SOS, la primera asociación de familiares de desaparecidos. En los albores del siglo XXI, se empezaron a ver en las dependencias de Policía y Guardia Civil los primeros carteles de Inter SOS, en los que aparecían decenas de rostros, los de aquellos primeros desaparecidos. La lucha de Juan y Luisa marcó la senda para que los desaparecidos se hiciesen visibles, hasta el punto de que el 9 de marzo, la fecha de la desaparición de Cristina, se ha convertido en el Día de los Desaparecidos sin causa aparente.

Desde los días que Cristina y Rosana salieron por última vez de sus casas han pasado muchos años y muchas cosas. Las Fuerzas de Seguridad del Estado crearon protocolos para mejorar su eficacia en estos casos, nacieron otras asociaciones –SOS Desaparecidos y QSD Global-, el Ministerio del Interior creó el Centro Nacional de Desaparecidos, los periodistas comenzamos a ocuparnos de ellos… Hace tiempo que no hablo con Cristina, la madre de Rosana. Pero hace unas semanas, volví a hablar con Juan Bergua. Me escribió para darme las gracias por haber enviado un equipo a su casa y grabar una entrevista con él y su esposa: "Gracias por no haber olvidado a mi hija", me dijo. Gracias por habernos enseñado el camino.