Alguna vez he contado aquí lo incómodas que resultan en estos tiempos algunas verdades. Son hechos y realidades que maridan muy mal con la dictadura moral del buen rollo y el neohippismo que ha conquistado casi todos los rincones del planeta. No es el caso de Kabul. Allí están desde hace unos días como solían: a hostia y tiro limpio. No haré un profundo análisis geopolítico de la situación –no soy especialista en la materia, así que mejor mantengo la boca y el teclado cerrados–, pero sí que recordaré algunas de esas verdades al hilo de lo que se está viviendo en las últimas horas en la capital afgana.

Muchas personas –no soy capaz de dar una cifra aproximada– están en peligro de muerte si continúan en Afganistán. Veinte años de presencia militar extranjera han servido para que miles de afganos se hayan buscado el sustento trabajando para las tropas aliadas y esa colaboración se ha convertido ahora en una sentencia de pena capital. He hablado estos días con un par de oficiales españoles que sirvieron en el país de los talibanes en distintas épocas –allí, no está de más recordarlo, murieron 104 de los nuestros–, una comandante del Ejército de Tierra y un comandante de la Guardia Civil. Ambos están haciendo lo imposible por sacar de Kabul a ciudadanos afganos que colaboraron con ellos en sus misiones, por lograr para ellos y sus familias un pasaje en uno de los aviones que sirven para abandonar el escenario de pesadilla que se vislumbra. Lo hacen a título particular, sin más recursos que su ingenio y una tupida red de amistades –“cadena de salvación”, la llamaba la comandante– tejida en sus estancias en Afganistán y ahora debilitada por el caos de la situación.

Los dos oficiales, como tantos otros de los que pasaron por allí, han depositado toda su confianza en diecisiete policías españoles, los diez agentes del GEO y siete de la UIP que trabajan a destajo para sacar del país a todos los afganos que prestaron sus servicios a los nuestros. Los policías salen del aeropuerto, la única zona de Kabul controlada por los militares norteamericanos, y se adentran en territorio hostil para llevar hasta el aeródromo a las personas a rescatar. Y a veces se meten en avisperos de los que sólo se sale a tiro limpio, ejerciendo su profesión, la de guerreros. Una gran parte de los afganos que están ya en suelo español saben bien que su billete no ha salido de la presión diplomática ni de una brillante acción política, sino que su viaje ha sido posible gracias a un puñado de guerreros, decididos a no dejar a nadie atrás.

Guerreros eran también los militares españoles que murieron en los accidentes del Cougar y del Yak-42, los que fallecieron víctimas de las minas en polvorientos caminos, los dos guardias civiles asesinados mientras instruían a la policía afgana y Jorge García Tudela e Isidro San Martín, los dos policías nacionales asesinados en diciembre de 2015 en el ataque terrorista a la delegación diplomática española. Estos últimos tampoco han sido olvidados por los guerreros españoles que combaten en Kabul: en medio del caos, acudieron a la abandonada embajada española para rescatar la bandera y la placa instalada en su honor, la misma que el embajador Emilio Pérez de Ágreda –que estaba de vacaciones en el momento del ataque terrorista– ordenó retirar de un lugar preferente: le resultaba incómodo que le recordasen que dos policías fueron asesinados protegiendo lo que él representaba.

Esperemos que cuando todo esto acabe y regresen a sus casas, esos guerreros reciban el reconocimiento que merecen, sin clichés ridículos ni etiquetas.