Son gente extraña. Alargan sus turnos y cuando acaba su jornada laboral ellos siguen enterrados en papeles en los que se leen frases como "herida inciso-contusa en el pectoral que afecta al lóbulo del pulmón izquierdo". Mientras la redacción se vacía, se quedan hablando por teléfono con familiares de desaparecidos que ven en ellos y en su medio la última tabla a la que agarrarse desde que su vida naufragó, cuando a su ser querido se lo tragó la tierra, o con abogados a los que intentan convencer para que les den un sumario o les faciliten una entrevista con su cliente. Les cuesta entender palabras como conciliación y se les escapa una sonrisa cuando oyen o leen en Twitter a sus compañeros de política quejarse porque un diputado ha decidido convocar una rueda de prensa a las 20 horas. Su materia prima –los asesinatos, las detenciones, las operaciones antidroga…– no entiende de horarios y mucho menos de conciliación. Son capaces de pasar una noche en vela, a la espera de una noticia, o de hacer 500 kilómetros de madrugada para llegar donde va a suceder algo importante.

Ya digo que son raros. Les cuesta convencerse de que todo lo que necesitan está en la pantalla del ordenador y les revienta leer o ver la historia que hubiesen querido dar ellos. Siguen pensando que dar noticias es la principal función de un periodista y observan, entre atónitos y descreídos, a los compañeros que llegan al oficio con la idea de hacer un mundo mejor o se convierten en periodistas-activistas. Su medio natural es la calle y allí mantienen conversaciones con gente tan poco recomendable como miembros de bandas latinas, líderes de clanes gitanos, menas, prostitutas o confidentes. Cuando no están en la redacción, pasan mucho tiempo con policías y guardias civiles, de los que saben cuántos hijos tienen y cómo toman el café. He visto a algunos de ellos trabajar clandestinamente mientras estaban afectados por un ERTE porque ha saltado una noticia en su zona y solo ellos tenían las fuentes necesarias para llevarla a buen puerto. "Un crimen de la leche y ¿qué hago? ¿Le digo a mi fuente que mi empresa no me deja trabajar estos tres días?", me ha dicho alguno, quejoso y acelerado por la adrenalina que le daba la historia que estaba escribiendo y que no firmaría, porque estaba en pleno ERTE.

Forman una peculiar tribu, en la que el compañerismo tiene como únicos límites la competitividad y funcionan con códigos no escritos que solo ellos conocen y entienden. Si, por ejemplo, en el descanso de un juicio alguno se lleva a tomar un café a un abogado, ninguno se unirá a la reunión sin pedir permiso. Gente rara, como ven. Hablan un metalenguaje que hace posible que un asesinato tenga "color" o que un desaparecido "pinte mal".

Competir está en su ADN y piensan siempre a lo grande. Les cuesta conformarse, buscan la imagen única, la foto exclusiva y el testimonio más fiable –el del investigador, el del protagonista, el del mayor experto en la materia– y huyen de los todólogos de todo a cien como de la peste. Su única bandera y sus únicos colores son los de las víctimas, a las que intentan tratar con el máximo respeto, moviéndose siempre en el delicado equilibrio que supone contar la maldad y sus consecuencias sin herir aún más a quien padece sus consecuencias. Sus fuentes de información son las más sensibles de cuantas manejan los periodistas y por ello acaban ocasionalmente en un juzgado, donde las protegen como a sus propias vidas.

Son gente rara. Se dedican a los sucesos. No son mejores ni peores que el resto de los periodistas. No es necesario que los entiendan, pero protéjanlos y respétenlos. Ellos se volverán a dejar la piel para contar su próxima historia. No tienen remedio.