Hace unos días tuve la oportunidad de participar en la gala de apertura del Festival Aragón Negro. En mi intervención, reivindiqué el periodismo que se hace en la calle, el que exigía al reportero, como primera necesidad, tener un buen par de zapatos, el que consiste en llamar a muchas puertas con la esperanza de que alguna de ellas se abra y permita contar una historia. Reivindiqué, al fin y al cabo, el periodismo que me enseñaron mis mayores, una forma de entender el oficio que hoy está en peligro de extinción, esa en la que los periodistas no quieren cambiar el mundo, ni ser activistas. Sólo quieren –sólo queremos– contar historias.

Hoy, hacer periodismo en la calle parece sinónimo de algarada, de cámaras agredidos, de redactores que salen a la carrera de distintos lugares… Estos días he preguntado a veteranos reporteros –todos con más de dos décadas de ejercicio– si alguna vez se han visto en situaciones parecidas. Ninguno de ellos se ha visto en el trance de huir corriendo o de terminar en un ambulatorio la cobertura de una información. Todos –yo mismo muchas veces– han pasado por situaciones de tensión porque han acudido a lugares donde la prensa nunca es bienvenida. Y no hablo de las manifestaciones de todo signo donde el divertimento de moda es lanzar objetos al periodista, insultarle o incluso escupirle al grito de "televisión, manipulación" y otras rimas simplonas. Hablo de lugares extremadamente duros y complicados: poblados de venta de droga, narcoedificios, guetos… Para ir allí con garantías hace falta, como para casi todo en cualquier profesión, cierto adiestramiento, don de gentes y saber estar hasta en la más tensa de las situaciones. Mi sospecha es que nadie ha dado a los reporteros de hoy en día esa formación, imprescindible para trabajar en la calle con garantías y lograr el fin que buscamos todos los que nos dedicamos a esto: obtener información. Esos trucos que los veteranos, los viejos periodistas, nos enseñaron a los de mi generación, a veces llevándonos con ellos y dándonos lecciones que se convertían en guías de supervivencia en territorios hostiles.

Tengo una sospecha que me inquieta aún más. He visto a compañeros tener que salir a la carrera en barrios tan complicados como algunos de La Línea o Algeciras en la época más dura de la guerra del narco contra el Estado. Eran atacados de forma sorpresiva e inopinada, sin buscarlo. Pero también he visto cómo en algunos casos el fin de los reporteros parecía ser precisamente buscar la imagen de la agresión, hacer algo parecido a lo que la Ley de Enjuiciamiento Criminal define como delito provocado. El objetivo no era obtener información, sino dar con esos planos que dejasen clara la peligrosidad del lugar. Es decir, poner el foco en el periodista y no en lo que ocurre. Grave error, porque el foco jamás debe apuntar al periodista.

Este excesivo protagonismo de quien sólo debe encargarse de contar lo que ocurre tiene otra de sus modalidades en la sobreactuación que algunos compañeros hacen cuando tienen que visitar un juzgado en calidad de demandados o de querellados. Eso muchos lo hemos vivido siempre como un gaje del oficio más, como cuando un redactor jefe te tiraba un titular o toda una historia. Acudíamos a los juzgados con normalidad, con el respeto que siempre impone una sala judicial, pero sin vocearlo a los cuatro vientos –incluso cuando ya había redes sociales, esas grandes alimentadoras de egos– e intentábamos que nosotros y nuestros medios saliesen indemnes del lance. Si era así, muchas veces ni siquiera se publicaba. A seguir trabajando.

El exhibicionismo del periodista no hace ningún bien al oficio. Nos hace olvidarnos de nuestro principal objetivo: ir a los sitios, escuchar a la gente y contar lo que pasa. Nuestras desventuras en los juzgados o en un poblado, créanme, no le interesan a nadie.