Visitar estos días cualquier sede de la Policía o de la Guardia Civil tiene cierto aire distópico. Los rostros cubiertos con mascarillas, los pasillos y los despachos más vacíos de lo normal y una calma que ha sustituido a la frenética actividad que se vive en esos lugares habitualmente.

La pandemia también ha cambiado el crimen en dos direcciones: los hábitos de los delincuentes y de quienes se dedican a combatirlo. "En marzo del año pasado –revela un responsable de la lucha contra el tráfico de drogas– teníamos varias operaciones abiertas para golpear a organizaciones importantes, de las que tienen lazos en Colombia, pero la pandemia lo ha parado todo: no se puede viajar, no se pueden cerrar negocios y nosotros no vemos movimiento". La excepción en el tráfico de estupefacientes son las plantaciones de marihuana, que han crecido de manera silenciosa, precisamente porque no hay que importar mercancía: no hace falta viajar, ni fletar contenedores, tan sólo buscar el terreno adecuado para plantar y esperar a que crezca el nuevo maná, la marihuana. "Toda la vida moviendo heroína y me pilláis con esto", se lamentaba hace poco un detenido en la Cañada Real por su relación con una megaplantación.

Un oficial de la Guardia Civil dedicado a la lucha contra el crimen organizado desvelaba que uno de los sectores de la delincuencia más activos, el del robo de coches de lujo, está absolutamente parado: "No tienen capacidad para sacar los vehículos hacia África, como hacían hasta ahora, porque la actividad en los puertos ha descendido". El mismo agente da una clave que explica el parón: "Muchos de nuestros clientes tienen órdenes de detención o ingresos en prisión pendientes y temen moverse por si los paran en un control, así que están escondidos, esperando tiempos mejores".

Los policías dedicados a perseguir atracadores de bancos revisan viejos legajos en busca de casos sin resolver, porque no hay golpes; la cifra de homicidios ha descendido vertiginosamente, como la de las agresiones sexuales y en el distrito más grande de España –Centro, en Madrid–, las denuncias han bajado un 67%.

Hay una excepción a este parón en la actividad delictiva, la de los criminales que tienen Internet como principal teatro de operaciones. Las unidades dedicadas a combatir el cibercrimen no dan abasto, tal y como puso de manifiesto la reciente operación Secreto, en la que la Unidad Central de Ciberdelincuencia de la Policía y el Servicio Secreto norteamericano acabaron con una enorme red de fraude con tarjetas de crédito. Las extorsiones, los fraudes y las estafas han crecido al calor de la pandemia, cuando particulares y empresas están más conectados que nunca y, por tanto, son más vulnerables. Pero, además, las grandes organizaciones criminales se han apartado de la calle y han buscado en Internet un espacio para financiarse. Los soldati –en terminología de la Camorra– más cotizados ya no son los más bravos, aquellos capaces de partir piernas o de matar a sangre fría. Ahora, los sindicatos del crimen buscan a los mejores hackers, tipos que aportan a su organización millonarios beneficios desde un ordenador, sin mancharse las manos de sangre. Nuevos tiempos, nuevos criminales.