Me miro al espejo y me veo bien, me gusto, con mis canas, con mis manchas, con mis arrugas. Pero no ha sido fácil llegar hasta aquí. Me he rechazado, me he buscado mil fallos, he querido ser otra. Me he comparado, me he menospreciado, me he ocultado. Llegar a los 40 para mí fue una liberación en muchos sentidos, dejé de sentirme insuficiente para abrazar mi cuerpo, mis complejos y mi verdad. Dejé de taparme el culo, dejé de maquillarme, dejé de usar sujetador y de estar siempre depilada. Para enfrentarme a mi celulitis, a mis ojeras, a mis tetas pequeñas y caídas y a mis pelos libres.

Y de repente cuando estaba disfrutando de esta liberación, el botox empezó a protagonizar conversaciones entre amigas. El debate de si te retocarías, las dudas de si seremos capaces de envejecer sin obsesionarnos, las preguntas de qué tratamiento te haces o cómo te cuidas la piel se han ido haciendo hueco en las quedadas con amigas, en los cafés de trabajo y por supuesto en el bombardeo constante de redes y medios de comunicación. El algoritmo nos busca, intentando hacernos creer que no somos suficientes y que tenemos que mejorar. Y de repente, me he empezado a mirar de nuevo al espejo.

Me miro al espejo y me veo demasiadas canas, demasiadas manchas en la piel, demasiadas arrugas. Pero este espejismo me dura poco, menos mal. Llegar hasta aquí no ha sido nada fácil como para ahora dejar que gane terreno la violencia estética a la que somos sometidas, permitir que la presión del edadismo caiga sobre mi piel, mis arrugas, mis canas y mis pelos. Me ha costado más de 40 años permitirme la comodidad de no usar fajas, de quitarme el sujetador, de no estar pendiente de si tengo pelos o no, de tomarme el autocuidado con cierta calma.

Y sigo quitándome las canas, porque soy de esa generación a la que le cuesta dejárselas sin más. Y sigo depilándome porque soy de esa generación a la que le cuesta verse con pelos sin más. Y sigo pintándome la raya del ojo porque me hace sentir más guapa. Y sigo echándome antiojeras porque no quiero parecer "tan cansada". Pero no pienso dedicarle tanto tiempo y sobre todo tanto dinero a intentar frenar el paso del tiempo, a parecer que soy más joven o a querer llevar un filtro puesto cada mañana porque eso no es real. La belleza cambia, evoluciona y yo la prefiero sin filtros, abrazando el paso de los años, pese a que me convierta en una señora de 50 que parece que tiene 50.

Yo quiero ser una señora de 50 que se quiere, que se cuida, que se hidrata la piel, que se siente bien, que hace fuerza y sale a correr porque me libera de pensamientos negativos. Quiero comerme una hamburguesa sin sentirme mal por las calorías. Quiero reírme con mis amigas y envejecer juntas, diciendo: "Qué bien estamos". Pero no quiero vivir obsesionada por lo que las demás personas piensen de mí.

Me ha costado demasiado tiempo abrazar mi cuerpo, aceptar quién soy, con mis inseguridades y mandando a la porra tantas imposiciones como para ahora dejarme arrastrar y ceder a los chantajes emocionales de la industria, que, inconscientes, perpetuamos las mujeres, en silencio, comparándonos y probando filtros de belleza que nos devuelven una imagen de nosotras que nos han hecho creer que es mejor.

Quiérete sin filtros porque cuando ese momento llega es el mayor acto de amor propio que podemos regalarnos. La violencia estética nos persigue, busca sus huecos para conectar con nuestra inseguridad porque hemos sido educadas en la insuficiencia. ¿Por qué será? Y es que no hay nada más poderoso que mujeres que se aman. La revolución es esa: querernos y desearnos, tal como somos.