Haberlas haylas y hay madres que no se sienten juzgadas por su maternidad. A ellas las aplaudo y admiro, pero la mayoría nos sentimos solas y juzgadas, hagamos lo que hagamos. Transitando la maternidad, con mucha culpa, pero luchando cada día por disfrutarla. Pesan los juicios externos que, en su mayoría, vienen del entorno más cercano, de la familia. Curioso, ¿verdad? La familia, ese lugar donde sentimos refugio, donde volvemos cuando nos perdemos y que añoramos tanto cuando tenemos lejos. La familia que, sin pensarlo, emite juicios de valor si lo que tú haces como madre no responde a los valores aceptados o simplemente es distinto a lo que esperaban.

Nos tiene que hacer pensar esto que ya desvelan los primeros resultados de nuestra encuesta 'No eres menos madre', que quiere reivindicar que madre "sí hay más que una", aunque la sociedad y la familia, como institución, siga pobre de diversidad y de apertura moral. Pero los juicios que nos hacen sentir tan "malas madres" no solo vienen del entorno familiar, no siempre tienen nombre y rostro de una persona de nuestra sangre, que aburrida de su vida, se entretiene con opinar si colechamos, si damos la teta demasiado tiempo, si no hacemos los deberes con la niña o si damos biberón. No, el malestar interior que sentimos las madres, y que nos lleva a una insatisfacción constante por no llegar, viene también de nosotras mismas o más bien, de lo que nos han hecho creer.

6 de cada 10 madres nos sentimos mal por ser tan exigentes con nosotras mismas. 'Nosotras que lo quisimos todo', como reza el título del libro de Sonsoles Ónega. Una generación de mujeres atrapadas en mensajes como: "llegarás donde quieras llegar", "serás lo que quieras ser" y quisimos ser madres y quisimos estudiar, trabajar, viajar, soñar y vivir en libertad. ¿Qué libertad?

No hay mayor atadura a la maternidad que la cárcel de nuestras creencias. Pero claro, pareciera fácil librarnos de ellas, si lo deseamos con intensidad. No es así. Estas creencias son culturales, arraigadas con el peso de las generaciones, que las han ido perpetuando una tras otra. Se han construido a través de los años con un modelo de madre perfecta, que antepone las necesidades de sus hijos e hijas a las suyas propias. Madres educadas en cuidar a otros, madres creadas para sostener un modelo de familia que es el centro de la vida, madres que no desean, madres que no piensan en su placer personal e individual, madres programadas en criar, satisfacer a los demás y construir su felicidad, si es que es posible, a partir de lo que los demás piensan que son.

Esto me recuerda a la dicotomía pesada de mi amigo José Carlos Ruíz en su último libro: lo que somos y lo que parecemos ser. En este baile de máscaras de la realidad propia y ajena, las redes sociales sirven como detonador de una farsa.

Mientras parezcamos "buenas madres", nada importa lo que "seamos". Nuestros pensamientos impuros, nuestros deseos incontrolables de huir, nuestra frustración por no llegar, nuestra decepción por no ser esa 'superwoman', pese a intentarlo con todas nuestras fuerzas, nuestra horrible depresión por ser lo que somos y encima no contarlo, callarlo, ocultarlo, silenciarlo tanto que acabamos olvidándonos de quienes fuimos o quiénes queríamos ser.

Las madres nos debemos sinceridad, compasión, reconocimiento y libertad. Pero de la que va de dentro hacia afuera. Porque si nosotras no nos sentimos libres, no podremos jugar a parecerlo y hay un miedo oculto, un miedo cultural, asentado en una sociedad del "qué dirán", que nos empuja a ser esas madres perfectas y si no a pudrirnos en la infelicidad de saber que nunca alcanzaremos ese modelo. Un auto juicio aterrador que fomentamos porque no es nada fácil romper con lo establecido, romper las cadenas y gritar: "sí, lo soy, soy Malamadre, ¿y qué?".