Hay materiales que tienen memoria. No lo digo en sentido poético —o no solo—, sino químico. La química es la ciencia que estudia el cambio, cómo unas sustancias se transforman en otras. Esa transformación se estudia como quien sigue un rastro. La porcelana, por ejemplo, tiene memoria.

Cuando se modela una pieza, si se le da una forma y luego se deshace para darle otra, la cerámica lo delatará de alguna manera tras el secado o la cocción: aparecerá alguna hendidura, alguna marca, alguna arruga. Las grietas, los pasos en falso, la marcha atrás durante el proceso de modelado queda registrada en la memoria del material. Por eso la porcelana es un material ideal para simbolizar lo que queda. La memoria de los materiales nos recuerda que todo lo que existe, también nosotros, somos consecuencia de cambios que dejan rastro.

El asombro por la materia es algo que comparten ciencia y arte. Bajo esta premisa nació el proyecto CICAGallery, una iniciativa que dirigí desde el Centro Interdisciplinar de Química y Biología (CICA) de la Universidade da Coruña durante 2024. Durante varios meses, cinco artistas convivieron con grupos de investigación en nuestros laboratorios, aprendiendo a manejar pipetas, rotavapores y microscopios, mientras los científicos se acercaban por primera vez al oficio del barro, al revelado fotográfico o al tejido manual. Fue un intercambio atento entre disciplinas que, durante demasiado tiempo, habían aprendido a ignorarse.

Desde que C. P. Snow pronunció su célebre conferencia Las dos culturas en 1959, alertando de la distancia entre las artes y las ciencias, hemos ampliado conocimientos, pero los saberes siguen parcelados, como si conocer el mundo fuese una carrera por compartimentos estancos. Yo creo que es justo lo contrario: cuando los saberes se suman, el conocimiento se multiplica. En CICAGallery comprobamos que es así.

De aquel proyecto surgieron diez obras de arte. Una de ellas, Lo que queda, de la artista Verónica Moar, acaba de recibir el primer premio Jingdezhen, el galardón internacional más prestigioso en el ámbito de la cerámica contemporánea. El jurado, en la cuna milenaria de la porcelana china, reconoció en ella la innovación y la audacia de mezclar arte y ciencia en un mismo gesto. Y eso, para quienes creemos en esa alianza, es además un símbolo de reconciliación entre dos lenguajes que comparten una misma raíz.

Lo que queda nació en los laboratorios del CICA, fruto de la colaboración entre la artista y dos grupos de investigación: UDCSólidos, especializados en química del estado sólido y en el desarrollo de nuevos materiales sostenibles para el almacenamiento de energía; y BioCost, dedicados a la biología costera y al estudio de los recursos marinos, incluidas las algas. De esa convivencia surgió una pieza formada por una lámina de porcelana parcialmente esmaltada, con el perfil lustrado en oro, cubierta por una película de alginato de sodio que sostiene fragmentos de porcelana desprendidos de una obra anterior, colgada como una sábana traslúcida de una varilla de vidrio de las que se usan en los laboratorios para preparar disoluciones.

Cada material de la obra tiene un significado. La porcelana es el resultado de una compleja transformación termodinámica. La pasta de porcelana contiene caolín, feldespato, cuarzo, arcilla y agua. Podría ser la composición de una roca. Durante la cocción de la porcelana, el aglutinante se calcina y el feldespato se ablanda hasta formar una matriz viscosa en la que el caolín y el cuarzo se movilizan y reaccionan químicamente hasta dar lugar a la compleja y variada estructura vítrea de la porcelana. Sus cualidades encierran un gran poder simbólico: es un material frontera —de porcelana son los pocillos y las esculturas—; es duro, resiste al rayado, y a la vez es frágil, se rompe con facilidad; emite un sonido único —la porcelana suena a porcelana—; es traslúcida —no se ve a través de la porcelana, pero sí deja pasar la luz—; y es un material con una dureza sin retorno: nace blando y la cocción lo vuelve eternamente duro.

El alginato de sodio, por su parte, es un biopolímero natural que procede de las algas pardas. En ellas actúa como una especie de tejido conectivo: les otorga flexibilidad, les permite resistir el oleaje y retener agua y sales en su interior. En el laboratorio, ese mismo material se usa como gelificante, espesante o soporte para fabricar biomateriales y composites. En la obra de Moar, el alginato aparece como una piel translúcida que envuelve fragmentos de porcelana rota: la materia orgánica que sostiene a la inorgánica, el mar que abraza a la piedra.

Esa unión entre un polímero marino y una roca transformada por el fuego es, en sí misma, una metáfora de la colaboración entre los grupos UDCSólidos y BioCost, entre la química y la biología. Y es también una metáfora de la vida y de sus ausencias: lo blando y lo duro, lo que fluye y lo que permanece, lo que se disuelve y lo que queda. El título de la obra —Lo que queda— condensa su sentido. Verónica Moar la concibió justo después de la muerte de su padre, como una reflexión sobre la ausencia.

La película de alginato suspendida sobre la porcelana funciona visualmente como si a la pieza de porcelana se le hubiese despegado la película de vidriado que la recubría. La palabra ‘película’ tiene su origen etimológico en el vocablo latino pellicula, es decir, piel delgada. Esa piel delgada y brillante, poéticamente arrancada de la porcelana, simboliza la fragilidad que envuelve la vida.

El lustre de oro en el perfil de la porcelana da la sensación de que la porcelana contiene oro en su interior. Esto es así desde un punto de vista químico —el oro realmente se adentra en la composición de la porcelana—, pero también lo es desde un punto de vista simbólico. El oro es un material que alude tanto a lo terrenal como a lo divino, pero en ambos casos es un material que reflexiona sobre qué es lo valioso. En una obra que habla de la ausencia, esto tiene mucho sentido.

En cerámica, las coloraciones con brillo metálico se denominan lustres. Para aplicar oro, la técnica más común es el lustre con resinato de oro, que consiste en aplicarlo con un pincel sobre la superficie vitrificada y después realizar una nueva cocción. Durante la cocción suceden dos cambios químicos importantes. Por un lado, el lustre de resinato contiene un fundente, normalmente óxido de bismuto, que reblandece la superficie del vidriado favoreciendo un intercambio de iones entre el vidriado reblandecido y el lustre.

En el vidriado hay iones móviles, como el sodio y el potasio, que se pueden intercambiar por otros. El calor y las condiciones oxidantes provocan que el oro se libere del resinato produciendo un intercambio iónico: el sodio y el potasio pasan al lustre, combinándose con el resinato, y el oro pasa al vidriado. Después del intercambio, hay que mantener la temperatura del horno para que los iones de oro formen agregados. Estas reacciones son bastante lentas, así que los tiempos de cocción son de varias horas.

La varilla de vidrio es una herramienta clásica de laboratorio que se usa para agitar y facilitar la disolución de sustancias. Se fabrican con vidrio de borosilicato para que sean resistentes al calor, a la corrosión química y para que sean inertes y no generen interferencias químicas si se produce alguna reacción. Por tanto, la varilla de vidrio es una referencia evidente al trabajo en el laboratorio y sus herramientas elementales, lo que da a entender que el trabajo del artista en el taller no es tan diferente al de un científico en el laboratorio.

Además, el vidrio genera esa concordancia con el vidriado de la porcelana. Además, la varilla es una herramienta pensada para resistir y disolver sin interferir, y exactamente eso es lo que hace en esta obra de arte: sostiene la película de alginato, como si esta fuese a disolverse en la porcelana, como si el proceso de vidriado fuese de ida y vuelta. Del mismo modo funciona el duelo provocado por la ausencia: mediante la expectativa de permanencia, de regresar a través de la memoria.

El resultado es el de una pieza que, vista desde el lateral, parece emanar una luz divina, como sobrenatural. Esa es una cualidad del oro, que tiene una luz que no proviene de fuera, sino de dentro del propio material. Vista de frente, la pieza de porcelana está cubierta por una piel etérea salpicada por restos de porcelana. Cada parte de la obra, cada perspectiva de ella, cada material, son una disección simbólica de la ausencia, de lo que permanece tras una pérdida, de lo que queda.

Que esta obra de arte haya sido galardonada con el primer premio Jingdezhen tiene algo de justicia poética. Que en la cuna milenaria de la porcelana china —donde hace más de dos mil años se descubrió el caolín que dio origen a este material— se premie hoy una pieza nacida en un laboratorio gallego, fruto de la colaboración entre una ceramista y dos grupos de investigación, es una señal de los tiempos: el arte y la ciencia vuelven a reconocerse.

Hay algo profundamente humano en recuperar esa unión. Porque la separación entre ciencia y arte nunca fue natural; la construimos nosotros con un objetivo meramente práctico y bajo la suposición de que uno solo puede ser especialista en una única cosa, y que esa cosa se puede entender de forma separada del mundo que la rodea. Esa suposición implica resignarse a apreciar la belleza del mundo de forma incompleta. Por eso, este premio, además de un orgullo, reafirma la idea de que la confluencia entre diferentes formas de conocimiento es la manera más justa y grata de acercarse a una comprensión plena del mundo.