Una vez estuve en Sanxenxo. Un ratito de nada, a la hora de la comida, en pleno verano. Fue hace mucho, cuando vivíamos esos tiempos en los que Juan Carlos I seguía estando en pleno estado de forma. Caminaba sin dificultad alguna, ligaba sin dificultad alguna, campechaneaba como el que más.

Mis padres seguían diciendo aquello de que por ser reyes muchas cosas había que pasarlas por alto. "Es un relaciones públicas", decía mi padre a veces, cuando lo veía saludar y dar golpecitos en la espalda a gente tan importante como lo era él y parecía estar en la mejor de sus salsas. "Qué cabrón, tonto no es", decía otras, cuando se le vinculaba con alguna rubia, morena o castaña pilonga.

Sanxenxo me pareció bonito pero había demasiada gente. Demasiada gente y además muy parecida, aunque tampoco es que fuera yo buscando diversidad de fenotipos un día de agosto. No volví más y tampoco lo he echado de menos porque soy más de Baiona. No así es Juan Carlos I, que volverá este fin de semana a la localidad gallega que tanto le gusta y en la que tan buenos ratos ha pasado.

Como diría mi amigo Pedro Vallín, los juancarlistas caben ahora en un taxi. Quedan los amigos, los cegatos incapaces de ver en él una mácula de error. Los que siguen pensando que el comisionismo, que el fraude fiscal y hasta la acusación de acoso por parte de una de sus amantes es la enésima cortina de humo, una campaña perfectamente engrasada y ejecutada de los que somos mal pensados, mal nacidos, republicanos natos. El Gobierno al completo, Pedro Sánchez en concreto, Pablo Iglesias desde el mismo momento de su nacimiento. Me falta el aire, y no es la alergia.

Se insiste demasiadas veces en la faceta estética de la monarquía. La imagen, la belleza. También un poco el decoro. Juan Carlos I lleva dos años fuera de España y aún sigo sin saber por qué y tampoco si ha habido una mano negra que ha mecido esa cuna. Y en caso de haberla, a quién pertenece. Desconozco también por qué acabó en el peor de los paraísos para los derechos humanos, el destino perfecto si quieres que tu imagen acabe tendiendo a cero. Por qué ahí y no en otro sitio.

Este fin de semana vendrá a Sanxenxo, ha confirmado el alcalde. Será recibido con todo el cariño que un ser humano es capaz de dar a un hijo pródigo, por muchas tropelías y despilfarros que haya cometido en el pasado. Por muy desentrenado que diga que se siente. Qué poquita gracia, majestad.

Será aclamado hasta límites insospechados por poner Galicia en el mapa, dicen. Como si lo necesitara. Vendrá no a dar unas mínimas explicaciones, sino a disfrutar de una competición deportiva. Se nota que le preocupa mucho lo que le pasa al país del que fue rey. Se nota.

Me resulta complicado ejercer el papel de loba en este asunto. El mero hecho de morder sin soltar la presa. Es un octogenario con una salud endeble que no debe ni merece morir fuera de su país y que aún no ha sido condenado. Y desde que soy huérfana veo a mi padre en todos los ancianos del mundo.

Pero sí quiero dirigirme a los que le rodean. Esa red que lo sostiene, que lo consiente, que le aplaude solo por el mero hecho de existir. Esa tribu y esa corte que no le dice que está desnudo y que no le advierte de que volver casi dos años sin volver a España, días después de mantener una conversación telefónica con tu hijo en la que acordaron verse en Madrid, quizá merezca algo más que un ratito de agua salada, cigalas, ribeiro y apretones de manos.

Que se corte un poco, que disimule, que pocas cosas irritan más a un adulto que le tomen por tonto y encima delante de sus narices. Que no lo haga por nosotros, sino por el hijo. Y de paso por la nieta, que vive una vida distinta a la del resto porque está programada para ser reina. O será que el rol familiar también lo tiene desentrenado.