La nostalgia es un sitio peligroso. Es un lugar al que uno vuelve cuando se siente solo, cuando todo duele, cuando hay vacío. Y entonces piensas en lo que fue y en lo que fuiste. Aunque no sirva de nada, o apenas para un ratito corto. La nostalgia es un sitio que solo hay que merodear por un instante para que no te atrape, te asfixie, te encierre.

Hay algo de peligrosa nostalgia en el día de La Almudena. La patrona de un Madrid que tiene de bueno la mezcla, el no saber muy bien qué es. Un poco de todos y de nadie. Una capital sin tradiciones donde caben todas. Que huele a callos, a calamares y al monóxido de carbono que escupen los coches. Con un baile propio como el chotis que nadie baila. Que no tiene la pasión del tango ni la universalidad del flamenco. Con coronas de flores en el suelo que vienen de Galicia en vez de, por ejemplo, Bustarviejo. Y no es malo que así sea. El encanto de Madrid es que no es nada, por más que insistan en dibujarla.

Madrid se empeña en la nostalgia y en tener algo propio hoy. Una corona de La Almudena que no he probado en mis 46 años, una catedral que pisada una vez, para qué volver. Madrid es hostil y maravillosa a la vez. Madrid es mejor sin políticos. Madrid es Madrid por ellos.

En la misa de hoy estaban todos. La presidenta de la Comunidad y el alcalde. La delegada del Gobierno en Madrid, con rostro triste. La líder de la oposición en el ayuntamiento, que siempre parece estar de buen humor. Hablaron antes de entrar a la misa que conmemora a la patrona. La lluvia, tan necesaria, aunque desluzca el día. Cosas así. Y casi mejor, que ya bastante tenemos con la bronca, la hipérbole y el fango. El portavoz de Vox cree conveniente en este día pensar en los más necesitados y dice que toca "empatizar". Pidamos un deseo. Puede ser un gran día.

Los bancos de la catedral representaban muy bien lo que somos. Líderes políticos que ladran, señoras muy serias y muy cardadas en mantilla, padres y abuelos esperando a ver a hijas y nietas salir en procesión, ateos a los que hoy toca hacer paripé por educación, capillitas de palo más malos que la quina por más que hinquen la rodilla cuando el sacerdote consagra el pan y el vino. Inmigrantes que van a misa porque todas las vírgenes son una.

Fuera, vendedores de paraguas y de barquillos que hoy esperan hacer su agosto. Señoras mayores que miran al cielo pidiendo una tregua al Altísimo para poder echar la tarde procesionando. Dueños de bares que también miran al cielo no vaya a ser que hoy no compense colocar la terraza. Colas en las pastelerías como cualquier otro festivo. Miles de madrileños a los que el día de hoy les da igual porque quizá trabajan en San Sebastián de los Reyes o viven pendientes del horario de la costa oeste de Estados Unidos.

Una mezcla de ternura y vergüencilla ajena recorre mi cuerpo cuando los madrileños nos empeñamos en diferenciarnos. Cuando, a pesar de nuestras limitaciones, insistimos en crear una actitud propia. Un vivir a la madrileña que no existe. Como si nos diera pelusilla lo imperial de Castilla, las playas de media España, la huerta murciana, los molinos y el queso de La Mancha, los Sanfermines, la Pilarica y Covadonga. Es entonces cuando nos ponemos a rebuscar a ver si entre todos decimos que somos la cuna de algo, que tenemos menú degustación propio, un folclore que nos convierte en auténticos, en irresistibles.

Que no nos engañen.