Uno de cada cuatro españoles ha tenido, tiene o tendrá un problema de salud mental, según la Confederación Española de Salud Mental. Puede ser usted, el vecino que siempre está de obras, su cantante favorito, un empresario de Huelva, soy yo. Todos somos carne vulnerable que se altera, se irrita y con la que el cerebro juega a su antojo. Es un ser conviviente que a veces no nos lo pone fácil. Es algo que está ahí y conviene vigilar, como los lunares de la espalda.
Ir al psicólogo (psicóloga en mi caso) es un quemador de calorías. Te sientas delante de una desconocida con un vaso de agua, un paquete de pañuelos de papel y todo empieza ligero, como si estuvieras recitando un tema de examen que te sabes de memoria.
Enseguida la cosa se complica. La profesional pregunta, aséptica, en una sala también sin personalidad ni distracciones. A veces con luz natural y un par de plantas. En otras, ni eso. Cuestiona, hurga, te pone un espejo en el que solo se te ven las lorzas, las manchas y las obstrucciones.
La profesional no regaña, no te compadece, se alegra cuando parece que remontas, mantiene una distancia física desde mucho antes que la pandemia nos obligara, te rehace las frases, te cambia los verbos. "¿Te das cuenta de lo que has dicho?". "Tienes que distinguir entre el tener que y el hay que". "¿Por qué en vez de quejarte no haces nada al respecto?".
Cada consulta es un ejercicio de idas y venidas. A cuando eras niña, a eso que una vez se te pasó por alto pero ahora recuerdas que te sentó como un tiro o te supo a gloria. Cada semana, una lorza nueva o una tirita de ésas finas que cierran puntos de sutura. Cada semana son 50,60 euros. "Puedes pagarme en efectivo o por transferencia", te dicen. Cada semana la nariz es un pimiento morrón, el rímel mejor ni nombrarlo. El paseo a casa, catártico. Madrid es una ciudad más bonita cuando acabas de quemar calorías.
El sábado hacía un día espléndido en la capital y los vecinos y los turistas nos echamos a las calles. La Plaza del Dos de Mayo y los alrededores de Malasaña eran una prueba para los misántropos y agorafóbicos. Terrazas repletas, como repletos los balcones de carteles pidiendo auxilio ante semejante turba.
Puestos callejeros, niños despeinados y alborotados que jugaban mientras los padres apuraban el copazo en su hígado. Jóvenes creyéndose Los Javis y también un poco inmortales. Franceses, muchos franceses. Se les distingue por el idioma y porque los bolsos de ellas no son imitaciones.
Y así, paseando sin destino fijo aguantando preadolescencias ajenas, me topé con una fila interminable de gente. Muchachas con piernas flacas y sin rastro de bronceado del verano, maquilladas de más para ser las cinco de la tarde. Ensayando la cara de selfie para aguantar la espera. Muchachos que pasan desapercibidos, curiosos con folleto en la mano. Una cola que daba la vuelta a la manzana para entrar en un local llamado La Llorería.
La Llorería (lo supe después) es un pop up store, o si esto me lo lee mi tía MariCarmen, una tienda que abre sólo unos pocos días. En ésta, en vez de comprarte un fular, unas botas o los enésimos pendientes monos, entras y te desahogas. Y encima no pagas. Porque no hay que avergonzarse de llorar y estar un poquito en la mierda, te dicen. Todo esto, con luces de neón que no tengo muy claro si favorecen pero que quedan de miedo para Instagram. Lloras, sí, pero a tu novio esa iluminación le da un aire a Kylo Ren. No es mal plan para un sábado por la tarde.
Me inquieta mucho la palabra visibilidad. No soy capaz de explicar por qué. Sobre todo si eso implica carteles en neón que afirman: "Yo también tengo ansiedad" o un roll-up (el cartel de toda la vida, tía) que dice: "Ir al psicólogo está de locos". Visibilidad es una palabra larga que a veces cuesta pronunciar de seguido. Visibilidad no es un plan guay de fin de semana que luego convertirás en stories. Porque 24 horas después, los problemas seguirán ahí.
La Llorería es la campaña de publicidad de una empresa y un ejercicio de frivolidad que me cuesta defender en estos tiempos de cursilería, autoayuda precaria y postureo máximo. Como me cuesta entender por qué Madrid se ha convertido en una ciudad en la que echar la tarde haciendo colas para subir a azoteas y entrar en sitios donde tardarás unos siete minutos en posar, poner cara de que exprimes la vida al máximo, quizá gastes algo, y a otra cosa. Será la edad, seré yo. Serán mis lorzas, ésas que llevo tanto tiempo intentando quitarme. Mucho más de lo que dura una tienda que abre y cierra en un fin de semana.