La mañana de martes amaneció con una cifra. La de la inflación, desbocada al 8,7%. Recordé que tengo por ahí apuntada en un cuaderno una frase para soltar en las tertulias y así aparentar que voy por la vida repartiendo titulares: “La inflación derriba gobiernos”. En la radio, una advertencia: la inflación afecta más a los pobres y la cesta de la compra para ellos está por las nubes. Cogí el mismo cuaderno de las citas supuestamente geniales y me fui al metro. Un poco de la línea amarilla, bastante más de la línea azul. Al salir me topé con el estadio de fútbol del Rayo Vallecano, en la avenida de la Albufera. A kilómetro y pico está el mercado de Puente de Vallecas. Haz periodismo, que se note, me dije.

Cualquier mercado aterriza el ego del periodista, te coloca en tu sitio. Yo iba buscando preocupación, críticas a los políticos, y me encontré con lo de siempre. La vida, que va por su propio camino. La gente, que no está tan pendiente como nos creemos del IPC porque siempre le parece que lo del mes sabe a poco. Porque hay sitios donde estirar la pensión o el sueldo exige cada vez más virguerías. Gobierne quien gobierne, sea en pesetas o en euros. Yo no recuerdo otra cosa en casa que a mi madre protestándole a mi padre porque el dinero que le daba al mes en un sobre cada vez se le agotaba antes.

No son las diez de la mañana y del primer piso de la calle Puerto de Monasterio número 26 emerge musicón para bailar. En la calle pasean jóvenes con el ombligo al aire y mochilas a la espalda y en otro portal charla animado un comando de señoras con carro. Una menciona los dichosos achaques y la otra le recomienda Radio María, “que ponen música buena”. También en esa misma calle hay un cartel que pide al ayuntamiento que reabra la biblioteca municipal. Muy cerca, un local llamado Rosalie promete trenzas y extensiones, una carnicería promete ternera Halal y en la manzana de al lado Pili tiene una ferretería.

En el mercado, carteles con las letras y los números muy grandes, ideales para una miope como la que escribe, que teme que también tenga presbicia. Hay pollo de corral a 4,25 euros el kilo, gallina a 2,99 y un cartón de “huevos supergordos” por 4,20. Esos mismos 30 huevos antes costaban tres euros, dice una vecina del barrio. Hay un bar especializado en callos, entresijos y gallinejas.

El mercado tiene dentro un Mercadona. Enfrente de las cajas hay un puesto de embutido regentado por uno de esos señores que sí que hablan en titulares. “Mira, todos esos que tienen casas espectaculares con piscinas la mayoría no sabe ni hacer la o con un canuto”, afirma mientras parte tapas de queso para una clienta, que le da la razón como se la daría yo a quien me dijera que es martes 31 de mayo.

La señora hace una compra notable y está acompañada de una amiga, que mientras espera su turno enseña varias fotos del móvil. Unos cuadros en forma de bodegón que deleitan al señor, que esta vez corta empanada casi sin mirar. “Eso no es de aficionada, ¿eh?”, piropea a la clienta. La señora luego enseña una foto de su marido, con menos éxito. Se va con prisa y deja el encargo de siempre, al que añade 150 gramos de jamón “solo si es bueno”. “Me voy que viene mi marido”, se excusa. “Lo que pasa es que no se quiere perder la gimnasia”, bromea el señor mientras cobra casi sesenta euros a la amiga, que alterna dos pares de gafas de ver. Unas para teclear el pin de la tarjeta y otras para salir del mercado.

Cerca, un octogenario de esos que solo saben hablar en voz alta, le cuenta al carnicero que le ha tocado pasarse por el banco para que le den el recibo de Santa Lucía, porque le gusta tenerlos todos guardados y “ahora no te los mandan”. “Llevo 84 años pagando mi entierro”, declara. El público y los carniceros se parten de risa. Y el buen señor, viendo al público entregado, remata: “A mí me tendrían que llevar a Miami a que me cante Julio Iglesias de lo mucho que he trabajado”. Imposible decir algo que capte la atención en ese instante. Voy a por un café.

La camarera tiene cara de cansada y se está apretando un bocata y un vaso de vino. Charla con uno de los clientes y a la conversación se une una vecina de puesto que se arranca a cantar un anuncio de venta de coches. Luego sabré que es porque va a vender el suyo. Aparecen en la conversación términos como renting y leasing y ahí reconozco perderme un poco porque no tengo carnet de conducir y no me interesan los modelos de los que hablan. Ni esos ni ningún otro, aclaro.

La protagonista asegura que le gustan los coches altos, y a poder ser Audi o BMW. A poder ser, el X1 o el X3; no así el XS porque eso es “un tanque sin misiles”. “Por el dinero que vale ese coche te compras un piso en Vallecas”, le dice el señor. “Ya, pero yo aquí no quiero vivir”, dice altiva. La burla de sus contertulios no tarda en aparecer. Ella se defiende diciendo que donde vive no le han robado jamás y tampoco le han rallado el coche que ahora quiere vender, calcula, por unos 6.000 euros.

Hay barras de pan por 35 céntimos y pan de pueblo en varios locales. En uno de ellos, el dueño promete que el suyo es de “panificadora, no de esos congelados que os venden por ahí”. En otro bar, un treintañero vestido con mono de trabajo sujeta una copa que tiene más de la mitad llena de coñac.

Hay clientes que aprovechan los packs en las carnicerías y en las pollerías. Hay mercerías con sujetadores Playtex y fruterías donde venden ají amarillo y bananas y hay ofertas irresistibles en mandarinas. Hay una tienda de menaje cuyo escaparate tiene un cartel enorme con la frase: “Liquidación total por cierre”. En la puerta, la dependienta fuma con cara de hastío. Hay una tienda de encurtidos a la que no puedo resistirme. Hay risas en el público, un matriarcado con carro que solo sabe hablar dando órdenes.

“De ese corte no me des, que no me gusta”. Lo decía tal cual mi madre y esta mañana de martes se lo decía otra señora al carnicero, mientras éste sujeta un carrete de chuletas de cordero.

Es hora de volver a casa. Tengo que darle una vuelta a lo de las ideas geniales en la libreta.