La mujer pasea con enorme dificultad por la acera, ayudada por un andador. Sus pasos son cortos y lleva gesto de dolor. A cada poco se para para respirar y continúa un camino que en realidad no la lleva a ninguna parte. Ida y vuelta en un tramo de apenas cuatro o cinco metros de acera. De repente, se le acerca otra mujer mucho más joven a saludarla. Le da un abrazo con extrema precaución, la besa con dulzura y le da el pésame. Es muy breve el intercambio de palabras. La anciana, elegante y contenida, le da las gracias y solo acierto a escuchar: "Al menos ha tenido una buena vida". Se despiden y cada una sigue con lo suyo.

Observé la escena mientras esperaba para encontrarme con los míos y empecé a pensar en la frase. "Al menos ha tenido una buena vida". Es una frase que conforta, que aligera el duelo aunque solo sea mientras se pronuncia. Pensé en la cantidad de veces que la he escuchado, en esos momentos en los que yo misma la he pronunciado cuando he enterrado a mis padres. Tiende una a pensar que es la coletilla que encierra todas y cada una de las vidas. Pero no. Tiende una a simplificar las biografías y a quedarse con la parte que le conviene o que ha vivido.

Mi padre nació en 1932 y de pequeño vivió en un vagón de tren abandonado en algún lugar de la provincia de Badajoz. Mi padre, los suyos y sus cinco hermanos convivían en una España pobre y resignada, que es lo que recuerda. En aquel vagón hacía frío y había que calentar sobre todo a Carmen, la pequeña de la casa que acababa de nacer.

A él no le gustaba hablar de esa época por orgullo, pero sí recordaba robar naranjas de árboles ajenos para tener algo que echarse a la boca. Lo contaba y se partía de risa, recordándose niño y ladronzuelo, quitándole el drama a la escena. Como evitaba hablar de mi abuelo y solo tenía buenas palabras para su madre. "Era una santa", repetía siempre que la mencionaba. Una frase que también contaban mis tíos.

Pero mi abuela Inés no tuvo una buena vida y eso lo supe a trompicones, cuando ponía la oreja en conversaciones familiares. Nunca iba más allá, supongo porque a veces es mejor no saber.

Mi madre nació en Cataluña porque mi abuela huía de la guerra con un niño pequeño de la mano y una barriga de nueve meses en dirección a Francia, donde la esperaba parte de su familia, huida antes. Me imagino a esa mujer, que vivió casi 105 años, con el andar inestable de todas las embarazadas, el cansancio y el miedo, sujetando a su hijo y saliendo de casa con lo puesto. Mi madre recordaba su infancia con amargura, también con cierto rencor, reivindicando otra niñez y deseando pulsar un botón que borrara todo aquello.

Cuando yo nací todo eso quedaba muy lejos y la que vive desde entonces una buena vida soy yo. Recuerdo el sonido de una pulsera de oro llena de monedas que mi madre llevaba en su muñeca. En cada una de las monedas estábamos mi hermana, mi padre y yo, otra con la fecha de su boda. También recuerdo un anillo con un diamante que recibió como regalo cuando nací. Trayectos desde Getafe a Madrid que entonces se me antojaban odiseas para comprar ropa, comidas y cenas donde iba gente muy diferente a nosotros. Mis padres parecían programados para vengarse de aquella época en la que llevar naranjas a casa o comerse una onza de chocolate eran sinónimo de fiesta. Y yo, mientras, siendo testigo privilegiado de esa época en la que las cosas le empezaron a rodar a aquel señor de Badajoz que vivió en un vagón de tren.

Pero también he convivido con sombras y me han hecho confesiones para las que no me sentía preparada porque siempre fui la menor de la casa. Y tuve que quitarme de golpe la ingenuidad cuando supe que algunas de las cosas que pasaban en otras familias también ocurrían en la mía.

Fue todo de golpe, cuando ya sabíamos que la misma enfermedad se los llevaría a los dos. A veces me hablaban por separado y me pedían que guardara el secreto, en el salón de casa o durante las guardias en los hospitales, cuando era de noche o cuando los médicos acababan de darnos la enésima mala noticia. Otras veces eran las visitas, cuando sentían la necesidad de depositar en ti algo que llevaban mucho tiempo guardando.

Desde que no están, sigo recibiendo información a cuentagotas. Cuando hablo con alguien de la familia, cuando reviso las fotos, cuando vacié la casa en la que viví con ellos. "Eras muy pequeña", insisten como excusa.

Hoy es en día de los Difuntos y no iré al cementerio. Tampoco fui ayer ni el fin de semana. Pero me pondré la pulsera de monedas aunque sea demasiado incómoda para escribir y para cocinar y haga mucho ruido. Me digo a mí misma que tengo una buena vida. Y quiero creer que ellos la tuvieron también.