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CUANDO LA ÉTICA IMPORTABA BIEN POCO

Monster Study: el cruel experimento que dejó secuelas a 12 niños huérfanos

Un experimento con niños huérfanos dejó marcados de por vida a varios de los que participaron en él

El doctor Wendell Johnson

El doctor Wendell Johnson nicholasjohnson.org

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Hubo un tiempo en que los científicos buscaban el respeto y reconocimiento a base de las victorias en sus trabajos, sin importar la ética. No había que justificar los medios sino los resultados.

Leonardo Da Vinci no dudó en desviar su talento para  diseñar todo tipo de artilujos armamentísticos que mantuvieran su cuota de poder en la clase dominante. Los experimentos médicos del Doctor Mengele fueron un atajo para avanzar en la ‘solución final’ nazi. O la falta de escrúpulos del Doctor Serguei Briujonenko para jugar con cabezas de perro trasplantadas y lograr posicionarse en cabeza de régimen propagandístico soviético.

De todos es conocida también la preocupación de Albert Einstein por los problemas morales de la ciencia cuando nazis y comunistas trataron de controlar el mundo con ella. Eran épocas donde la ciencia no se identificaba solo con progreso: también era un instrumento básico de poder. Y lo sigue siendo.

La historia está repleta de casos o estudios que hacen marlabarismos para no convertirse en atentados contra el sentido común. Y en el caso de la psicología hay grandes ejemplos.

El Dr. Wendell Johnson fue un reputado psicólogo estadounidense que trabajó toda su vida para encontrar la causa y la cura de la tartamudez. Tiene numerosas publicaciones, terapias y programas de patología del habla que se siguen utilizando en centros especializados. Pero no pasará a la historia por ello, sino por diseñar un estudio en los años '40 que hizo mucho daño a un grupo de niños huérfanos. Es lo que la historia posteriormente denominó el 'Monster Study'.

Hasta esa década la ciencia estaba convencida de que la tartamudez tenía un origen fisiológico. La enfermedad parecía originarse por señales de cerebros mal dirigidas. Si por ejemplo un niño nace zurdo pero utiliza la mano derecha, sus conexiones sinápticas podían fallar e interferir en el habla. Pero el doctor Wendell no estaba convencido de esta teoría.

Él mismo había vivido en sus carnes el problema: hasta los 7 años era un niño normal sin problemas de dicción, pero un profesor de su colegio avisó a sus padres porque estaba iniciando una leve tartamudez. Poco a poco la obsesión con este primer diagnóstico no contrastado se apoderó de él y empezó a tener dificultades en su forma de hablar.

Había desarrollado un problema que antes no tenía por el simple hecho de preocuparse por él. Su idea, 20 años más tarde, era demostrar esa teoría.

El doctor Wendell y su ayudante, la estudiante de postgrado Mary Tudor, crearon para su experimento un grupo de control de 22 niños de un orfanato en Davenport, en Iowa. La idea era separarlos en dos grupos, uno con los que tuvieran alguna dificultad en el habla y otro de niños sin problemas. A ambos se les sometería a unas sesiones programadas de logopedia.

Al primer grupo se les premiaría con halagos y refuerzo positivo de su evolución y fluidez en el habla. Al segundo grupo, el de niños sin problemas, se les criticaría y subrayaría constantemente su torpeza a la hora de comunicarse, menospreciando su nivel y repitiendo una y otra vez que eran tartamudos.

No había instrucción, eran simplemente sesiones de charla y de control. El nivel, la fluidez y la capacidad de comunicarse del segundo grupo antes de iniciarse el experimento era normal: los niños no sabían nada del experimento.

Los niños del segundo grupo empezaron a desarrollar problemas en el habla conforme el doctor iba incidiendo en su torpeza. No había condicionantes fisiológicos que indicaran problemas innatos en estos niños, era la autoestima lo que estaba minando sus capacidades y la que provocaría consecuencias para el resto de la vida de estos niños en fase de aprendizaje.

El experimento duraría cinco meses, de enero hasta finales de mayo de 1939. Durante ese tiempo el doctor y su ayudante interrumpirían constantemente a los niños del segundo grupo: “Apenas te entiendo, repite”,”Hablas mal, así no llegarás a ninguna parte”, “Tienes que hacer cualquier cosa para evitar la tartamudez”. Mientras que las frases de aliento del grupo con problemas eran siempre positivas: “Cada día hablas mejor”,”Conseguirás hablar mejor que tus compañeros”...

Las descripciones en el documento de conclusiones eran esperanzadoras con los niños tartamudos del primer grupo y desoladoras en los niños que empezaron el experimento sin problemas.  “Uno de los chicos se negó a recitar en clase. Otra, de 11 años de edad,  comenzó con ansiedad a corregirse a sí misma. Otro niño empezó a desarrollar un tic con los dedos en señal de frustración que le bloqueaba el discurso [...]”

La idea era demostrar a cualquier precio que la mayor parte de los problemas o anomalías en el habla se debían a condicionantes meramente psicológicos, y si lograba inducir experimentalmente la tartamudez demostraría su teoría. Lo que no sabía el doctor es que el experimento era irreversible.

El estudio fue ocultado por su creador a sabiendas de que iba a ocasionar mucha polémica entre sus colegas. No recibió ninguna revisión por pares y se guardó en el fondo de un cajón hasta mucho tiempo después.

En el año 2001 un artículo del periodista Jim Dyer del Mercury News -un diario de San José, en EEUU- indagaba sobre el caso, e hizo público el estudio, lo que sirvió para que algunos de los participantes -todavía con problemas- denunciaran a la Universidad de Iowa, que tuvo que pagar más de un millón de dólares en indemnizaciones.

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