Abril arrancó con semanas de pánico. El día 2 España batió su récord de muertos: 950 en su solo día. En los hospitales se comenzaba a almacenar basura contaminada con el virus, los empleados de limpieza van cayendo enfermos tan rápido que nadie la podía recoger.

Los enfermos, aislados, seguían luchando por su vida sin poder tocar a su gente; pero el verdadero drama se encontraba en gran parte de las residencias de mayores. Los hospitales, saturados, no les admitían y miles de personas morían sin la asistencia adecuada.

El material y los medicamentos escaseaban. Los sanitarios tenían que reutilizar la protección de un solo uso. Y, en este marco, España intentaba comprar productos en el mercado internacional, pero todos los países necesitaban.

El mercado se convirtió en la selva. Los materiales eran robados durante el transporte o, como hizo Turquía con un cargamento, requisado para su beneficio.

Así, España comienza a fabricar su propio material. La SEAT de Martorell reabre para hacer respiradores, la Volkswagen de Pamplona fabrica caretas y en pequeñas empresas pasan de hacer carteles a batas.

En abril las mascarillas eran tan raras que nos tenían que explicar a usarlas, pero tampoco importaba porque era casi imposible comprarlas. Por entonces, una FFP2 podía costar 13 euros y, con ese precio, era imposible hacerlas obligatorias.

La crisis sanitaria también se traducía en un batacazo del empleo. 834.000 personas se iban al paro. Perdimos en dos semanas lo mismos puestos de trabajo que se destruyeron en cinco meses durante la gran crisis de 2008.

Sin embargo, el confinamiento resultó. La curva bajaba y España empezaba a respirar. Sobre todo los enfermos, que empezaban a salir del hospital entre aplausos. Aún quedaba mucho sufrimiento, pero empezamos a tener esperanza.